He pasado la mitad de mi vida escribiendo acerca de lo que he hecho en la otra mitad. Que no necesariamente es lo que están pensando, sino escribiendo y leyendo, conspirando y viajando, lo que están pensando y bebiendo. Y la mente y el corpore me han resistido sin resquebrajamientos que lamentar. Aparte de la hernia discal por practicar encumbradas asanas del Kamasutra, la calvicie resultado de unos cuernos precoces, la gota por escanciar vinos retintos y la presbicia por leer en el oscuro desde pequeño ediciones con letra aún más pequeña. Y la inevitable próstata, que les pasa la cuenta a los años, sobre todo a los que abusaron de ella más que de ellas.
Pero a la altura de mis recientes ochenta puedo reportar que vencí la gota, la calvicie y la presbicia, la columna vertebrada recuperó su altivez y de la operación de la próstata resulté reencauchado. Ahora bebo sin riesgo vinos de pura cepa, peino de nuevo mis cabellos a lo Elvis Presley gracias al implante que me hizo René Rodríguez y leo en la bañera con las gafas en el estuche. En otras palabras, optimicé el pesimismo. Todo por haber trabajado el apotegma milleriano de que “debemos hacer que el milagro se convierta en la norma”. Tengo memoria de los libros que he leído, de las páginas subrayadas, del inmenso paginaje que he emborronado, de las botellas y amores que he descorchado. Y según mi cardiólogo Adolfo Vera Delgado, tengo corazón para vivir 96 años. Y no solo corazón, me complementa el urólogo.
Suele considerárseme un chicanero por la manera como me expreso, y eso que no hago aspavientos del estilacho. Que no será el de Flaubert, que utilizaba siempre le mot just, el término preciso, la argolla en el dedo de oro. Ni el de Kazantzakis, que me enseñó a bailar en una sola pata en la página con Zorba el griego. Ni el de Nabokov, que me condujo a cortejar las palabras como Lolitas. Ni el de Durrell, que en Justine invoca a Nuestra Señora de la Tristeza. Ni el de Miller, que consideraba su obra “un insulto prolongado, un escupitajo en la faz del Arte, una patada en el trasero al hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza..., a lo que gustes y mandes”. Estas manifestaciones de complacencia en la antesala del fin para comprobar que la vida es superior a cualquier catástrofe.
Estas manifestaciones de complacencia en la antesala del fin para comprobar que la vida es superior a cualquier catástrofe.
Me permiten estas disquisiciones en los periódicos donde vengo colaborando desde hace más de 30 años. Es lo que me dicta la secretaria del Espíritu Santo. Porque después de 62 abriles de nadaísmo, lo menos que podemos hacer es imponer nuestra marca. Que no será tan registrada como debiéramos, pero que terminará por imponerse ahora que los Sagrados Archivos del Nadaísmo reposan en las arcas de la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República para ser consultados por investigadores, y también por esos enemigos que se la pasaron vaticinando que no llegaríamos a ninguna parte.
“El nadaísmo pasó a la historia”, decían despectivos, en un afán por imponer que habíamos pasado de moda, cuando ni siquiera habíamos terminado de imprimir nuestro manifiesto y su fe de ratas. Pero en la otra interpretación de la frase que se vuelve enaltecedora, puede ahora decirse que “el Nadaísmo pasó a la historia”, al quedar per saecula saeculorum al alcance de las generaciones presentes y las que vengan. Así como desde hace más de 20 años otra documentación importante quedó consignada en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, donde reventó “el inventico”.
No fuimos una escuela literaria, ni una teoría filosófica, ni una sociedad secreta ni un movimiento telúrico, mucho menos un partido político o una religión revelada. A lo mejor fuimos la caca que no tapó el gato, pero qué gato. Y qué caca. Una parranda de poetas, la mayoría desquiciados, cuya obra puede también ahora consultarse en las ediciones virtuales de la Biblioteca Nacional de Colombia con el título 33 poetas nadaístas de los últimos días (650 páginas). Como bien puede verse, terminamos cumpliendo antes de finiquitar el año siniestro. Amén. Moñona.
Jotamario Arbeláez