Uno no sabe si son noveleros o cínicos o ineptos. ¿De verdad creen que están salvando el país o saben que están jugando con la suerte de los otros? ¿Alucinan o mienten? Se suponía que, con su vocación, de redes, a darles la cara a los seguidores, iban a desempolvar, a reparar, a revivir el Congreso, pero estos aprendices de legisladores –estos opositores y estos gobiernistas bisiestos– ya son lo que denunciaban a muerte: ya son notarios o frustradores de la presidencia, y no se encarnan ni a sí mismos. Deberían ser demasiado jóvenes para vivir en ese mundo imaginario, mal imaginado, que espera un “golpe blando”. Deberían ser demasiado nuevos para ser tan rancios, tan mañosos, pero, educados en el narcisismo de estos tiempos, son expertos en posverdades e incapaces de diferenciar la fantasía de la realidad.
El presidente Petro –dice Juan Carlos Lozada– dio a sus representantes a la Cámara la orden de aprobar la reforma pensional sin debatirla. Dijeron que sí, como zombis de causas que conocen por encima, porque se han vuelto personalidades peligrosas que contestan “tocaba” o “hay que romper algunos huevos para hacer una tortilla” cuando se les pregunta por qué están haciendo lo que despreciaban. De dónde sacan esa vehemencia chambona, la del representante Ocampo, para defender los descaches gubernamentales. Cómo hacen para aplaudir al burdo ministro de Salud cuando grita “yo no tengo por qué responder y perdóneme y discúlpeme...” en un debate sobre su responsabilidad política en el desastre del Fomag. Qué trastorno les impide ver que sus rupturas de cuórums son tan repugnantes como las de la oposición.
Viven en un espejismo, un paracosmos. Se levantan día por día a creerse el simulacro, a repetir que sus indecencias no son ilegales, a echarles la culpa a los gobiernos de los últimos doscientos años. Van dejando escrúpulos por el camino como el propagandista que sugiere que las viejas disidencias fueron creadas para sabotear la tarea de esta presidencia o el representante de Fecode que confía en que “el gobierno del cambio va a arreglar con mermelada a ese grupo de congresistas para sacar adelante el proyecto de reforma estatutaria por el derecho a la educación”. Deberían concentrarse en la importancia de esta presidencia: esta oportunidad para el destierro de la corrupción, el fortalecimiento de la democracia, el reconocimiento político de los ninguneados. Pero la verdad es un gusto adquirido que cada vez les queda más lejos.
Y entonces se les va el día declarando “enemigos del cambio” a quienes nieguen la existencia de sus unicornios, de sus hadas. La valiente Jennifer Pedraza, que propone una importante ley sobre salud mental, denuncia que la Cámara votó sin leer la reforma pensional que se aprobó en el Senado. La serena Helena Urán se pregunta qué tan pertinente es imponerle a este país de países –sin conversarlos– símbolos como el sombrero de Pizarro o la espada de Bolívar. La seria Ana María Vesga recuerda que el desfinanciamiento de las EPS es un castigo a los pacientes. El sabio Humberto de la Calle, curado de espantos, muestra el avance de las guerras colombianas en tiempos de “Paz Total”. El lúcido Jorge Iván González lamenta que el Gobierno se aleje de su irable plan de desarrollo. Y sus críticas leales son reducidas a “palos en la rueda del cambio”.
En un país que ha tenido el coraje para pactar la paz con el M19, el EPL, el Quintín Lame, el PRT, el CRS, las Autodefensas y las Farc, tendría que ser posible sentar a estos políticos rivales hasta que acepten la realidad. Tenemos un lío: una generación de líderes fantasiosos así de dados a las selfis. Pero nunca será tarde, porque seguimos vivos, para acordar un país de la verdad.