Tremendo escándalo el que ha causado la acusación sobre la supuesta drogadicción del presidente de la República, por parte del excanciller Álvaro Leyva, quizás el último sobreviviente de esa extraña estirpe que solo pudo haber parido nuestra exótica tierra criolla: el ala de izquierda del Partido Conservador. Y no es que pretenda, por ningún motivo, justificar el presunto romance con Dionisio del presidente Petro. Pero hay algo de todo este asunto que, por lo menos a mí, me resulta mucho más escandaloso.
Y no, no me refiero al otro dardo que en su carta le manda Leyva a Petro: la acusación según la cual sus viejos compañeros de rumba lo tendrían secuestrado. Y no, tampoco me refiero al hecho de que el jefe de Estado y su ministro del Interior se den presuntamente la libertad de comprar una sustancia por la cual el mismo Estado priva de la libertad a quienes la venden. Y no, tampoco me refiero a la vergonzosa hipocresía a la que nos ha llevado el prohibicionismo, el cual enaltece desde banqueros hasta estrellas pop que hacen millonadas cantándole versos a la cocaína, mientras que condena a la tumba y al calabozo a quienes la producen. “If you got bad news, you want to kick them blues, cocaine”. “El perico es blanco, sí, sí, el tusi, rosita, eh-eh”.
No, no me refiero a estos escándalos, sino a otro quizás aún más escandaloso. Y es que, hasta el momento, el debate alrededor de la presunta drogadicción del Presidente ha girado en torno a los límites que tiene el derecho de los gobernados a conocer la vida privada de sus gobernantes. Pero, con todo y lo relevante que resulta este debate, me parece a mí que el escándalo que más debería indignarnos es el lugar que, en nuestros tiempos, le hemos dado al concepto de la vida privada.
La vida privada, por supuesto, solo se entiende en relación con su antítesis: lo público, que en realidad se refiere a lo que es de propiedad común, es decir, a lo colectivo. De manera que la naturaleza de lo público es servir como lugar para el encuentro de la diversidad de lo privado, como diría Hannah Arendt. Pero no en nuestros tiempos. Hoy por hoy, lo público se ha convertido más bien –y esto es lo que es realmente escandaloso– en el lugar del cual nos valemos para montar un teatro de la decencia. Mejor dicho, hemos hecho de lo público un territorio para ser como debemos ser y relegado a eso que llamamos vida privada el espacio para ser realmente lo que queremos ser. Y que se trate de un lugar donde nos presentamos como debemos ser y no como queremos ser significa que los espacios públicos, como las redes sociales, a diferencia de lo que pensamos con frecuencia, no son lugares donde nos mostramos, sino donde nos ocultamos a nosotros mismos. O, dicho de otro modo, lo público es un escenario donde se lleva los aplausos quien mejor se maquille con los valores que en cada época imperan, mientras que lo privado es poco más que un solitario camerino donde nos disfrazamos ante un espejo roto para prepararnos para el espectáculo. Es por eso que hemos confinado a la vida privada la satisfacción de oscuros y solitarios deseos que la policía de la moral ha expulsado de la expresión pública.
Hemos hecho de lo público un territorio para ser como debemos ser y relegado a eso que llamamos vida privada el espacio para ser realmente lo que queremos ser
Y volviendo al asunto de la adicción, se trata en realidad de una palabra que tan solo se refiere a los comportamientos que, sin constricción externa, emprendemos en contra de nuestra propia voluntad. Pero, teniendo en cuenta que hemos desterrado a nuestra voluntad de lo público, no me extraña que, entre nosotros, la adicción se haya convertido en un fenómeno ‘in crescendo’.
De manera que, en la historia de este escándalo, no hay que mirarnos los unos a los otros para hallar al culpable, sino hacia arriba. Y no, no me refiero a Dios, sino a nuestra sociedad. Al fin y al cabo, Dios hace rato que cerró por sobrecostos el ‘call center’ desde donde recibía las llamadas de los pecadores, y ya no hay a quién ponerle la queja.
SANTIAGO VARGAS ACEBEDO