Desde la antigua Grecia, Aristóteles advertía que la demagogia era el arma predilecta de los líderes sin plan ni escrúpulos. En Roma, los emperadores entendieron que, cuando el descontento crecía, bastaba con arrojar pan y circo para que la multitud olvidara el hambre y la decadencia del imperio. El populismo, lejos de ser una ideología, es un método de distracción: mientras los ciudadanos aplauden espectáculos y discursos grandilocuentes, los gobiernos populistas saquean el erario y encubren su propio fracaso.
La historia está plagada de ejemplos. Ferdinand Marcos, en Filipinas, prometió modernizar el país y devolverle su gloria mientras él y su esposa, Imelda, amasaban una fortuna descomunal, robando miles de millones del Estado. Para encubrir la quiebra, Marcos declaró la ley marcial y convirtió su discurso en una lucha contra “enemigos de la patria”. Cuando la corrupción ya era inocultable, recurrió a la represión y a la propaganda nacionalista.
Hugo Chávez y Nicolás Maduro siguieron la misma receta en Venezuela. Chávez prometió que su “socialismo del siglo XXI” acabaría con el hambre y la desigualdad, pero terminó sumiendo al país en una crisis humanitaria sin precedentes. Cuando los números revelaron el desastre, recurrió al populismo más burdo: culpó al “imperialismo”, a la oposición, a la oligarquía, a cualquier enemigo externo que sirviera de excusa. Mientras tanto, él y su círculo desviaban miles de millones del petróleo hacia cuentas en paraísos fiscales.
En Argentina, Juan Domingo Perón utilizó el populismo como cortina de humo. Vendió la idea de un país autosuficiente, pero cuando la economía se desmoronó, en vez de reconocer errores, culpó a empresarios y periodistas. Mientras las reservas se agotaban, dividió al país con su retórica: “pueblo” contra “oligarquía”, “trabajadores” contra “traidores”. Su esposa, Evita, se convirtió en el rostro de una filantropía que encubría una istración corrupta.
En Colombia, el populismo cumple la misma función distractora. En lugar de gobernar con soluciones reales, el actual presidente prefiere inundar las redes sociales con discursos incendiarios
En Colombia, el populismo cumple la misma función distractora. En lugar de gobernar con soluciones reales, el actual presidente prefiere inundar las redes sociales con discursos incendiarios. Convoca marchas para simular apoyo popular y desviar la atención del alza en el costo de vida, la inseguridad y el desempleo. Plantea consultas populares con preguntas irrelevantes, mientras que la reforma laboral ignora la informalidad. Se presenta como víctima de la prensa, el Congreso y la élite, buscando siempre a quién culpar de su incapacidad para gobernar.
Su gobierno necesita una cortina de humo para que los colombianos no vean la presunta financiación ilegal de su campaña con dinero de ‘Papá Pitufo’, Fecode y contratistas enriquecidos por el Estado. Tampoco quiere que se note el fracaso de la ‘paz total’ ni la inacción de un Estado que solo destruye.
Esta consulta popular será la excusa perfecta para el renacer de grupos paramilitares y guerrillas, que obligarán al voto en municipios donde el Estado ha abandonado el control territorial. Veremos marchas de indígenas y sindicatos financiadas con recursos públicos y dinero ilegal, todo para sostener un gobierno marcado por la corrupción y la incompetencia.
El populismo es la política del engaño. Es el arte de fabricar enemigos y entretener a las masas mientras el país se hunde. Es el pan y circo del siglo XXI: menos pan, más circo y una factura que siempre paga el pueblo. Este manual es el que ejecuta Petro a la perfección.
LUIS FELIPE HENAO