Como si se tratara de una vana diatriba ideológica propia de la Guerra Fría, se ha reducido la discusión de lo que ocurre en Venezuela. Más allá del discurso político, lo que está en juego para Colombia y la región es incalculable.
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Es repudiable el hurto a mano armada de la voluntad popular tal y como ha quedado en evidencia con los informes del Centro Carter y de las Naciones Unidas. Resulta también infame la persecución política a opositores, encarcelamientos sin garantías procesales y el flagrante asesinato de ciudadanos en las calles. Las imágenes de la fiereza y brutalidad de la tiranía descarnada estremecen y escapan a cualquier justificación. Esta situación merece sin titubeos el contundente reproche de la comunidad internacional y el llamado a su inmediata cesación.
Entonces, la cuestión de fondo no es si es o no reprochable lo que está ocurriendo. Nadie con un mínimo de sensatez y sentido moral validaría el asalto a la democracia y la cruda represión. La verdadera pregunta es por qué países como Colombia han optado por una postura que algunos juzgan estratégicamente reflexiva y moderada. Este patrón de respuesta, sin que ella se lo proponga, puede contribuir a darle oxígeno temporal al régimen y lavar su imagen, pero a lo que apunta, y así se justifica, es a pavimentar dentro de lo posible una transición democrática. Difícil anticipar si este noble fin se pueda lograr, pero es necesario entender y sopesar la razón de ser de esta actitud aparentemente pragmática que se ensaya.
La posición del bloque de países moderados y mediadores es controvertible, pero pragmáticamente comprensible.
La posición de Colombia no puede ser la misma del aplaudido Boric. Compartimos más de 2.200 km de frontera, sumado a un problema de narcotráfico que ha echado raíces en el país vecino; mantenemos lazos culturales y comerciales históricos; hay tres procesos de paz en curso; y en 2025 se avecina una crisis energética que requerirá una mutua colaboración.
Pero es otro el factor de la compleja ecuación el que adquiere mayor relevancia y que, al margen de las afinidades ideológicas o de las consideraciones geopolíticas, nos une con un bloque de países con el que compartimos la respuesta atemperada frente a la tragedia venezolana: la migración.
Colombia y Brasil son países fronterizos con Venezuela. México es el paso obligado hacia Estados Unidos y donde se proyecta un aumento del flujo migratorio sin precedentes. Según estudios de Acnur, en la última década más de 7,7 millones de venezolanos han migrado. Colombia es uno de sus mayores receptores, con 2,85 millones. La organización ORC Consultores estima que en los próximos 6 meses otros 5 millones de personas saldrán de Venezuela. Cifras que coinciden con la última encuesta de la firma Meganálisis, conforme a la cual más del 37 % de los encuestados dice tener intenciones de dejar su país en 2025.
La Organización Internacional para las Migraciones ha advertido que uno de los mayores desafíos humanitarios, económicos y sociales para América Latina tiene que ver con el desplazamiento de los venezolanos. Las dificultades en el control de las fronteras, la degradación de la seguridad y la presión en los sistemas de salud, empleo y educación sobre los países receptores son incalculables; incluso para naciones desarrolladas como Estados Unidos.
La posición del bloque de países moderados y mediadores es controvertible, pero pragmáticamente comprensible. Sin el acopio de esfuerzos de los actores más perjudicados frente a la degradación de la situación en Venezuela, se corre el riesgo de presenciar uno de los desplazamientos más significativos de las últimas décadas y este en gran medida sería absorbido por Colombia. Si no es apelando a una dosis de inteligente pragmatismo, no se ve cómo se pueda rescatar la democracia venezolana y a la vez evitar el éxodo descomunal que se avecina.