En 1989 Julio Carrizosa Umaña escribió en la revista ‘Ecológica’ un artículo sobre los trece ríos que cruzaban e inundaban la sabana de Bogotá cuando llegaron los conquistadores, cuya visión extractiva inauguró un modelo de tumba de bosques y desecación de humedales que se prolongó hasta nuestros días, dejando la cuenca del Caribe y su corredor andino como la más deforestada del país, donde hoy habita el 80 % de los colombianos y apenas se encuentra el 30 % de la oferta hídrica nacional.
En aquella década de finales del siglo pasado, el movimiento ambientalista insistió en las luchas ciudadanas y comunitarias iniciadas veinte años antes en defensa de las aguas de la bahía de Cartagena, contaminadas por las industrias químicas de Mamonal, y contra la destrucción de la Ciénaga Grande de Santa Marta y de los bosques altoandinos afectados por monocultivos que impiden la regulación ecológica del agua de la región central; y sentó las bases de lo que debería reconocerse hoy como las grandes luchas por el agua y los ecosistemas asociados a sus ciclos regionales naturales.
Desde entonces, un aspecto central de esos empeños ha sido el diálogo intercultural y la investigación académica y aplicada: el trabajo de otros pioneros del ambientalismo en el país como Fals Borda –depresión momposina y las culturas anfibias–, Ernesto Guhl –los páramos, ecosistemas esenciales–, Aníbal Galindo –humedales en el Valle del Cauca–, el ‘Mono’ Hernández –biodiversidad–, entre muchos otros, condujo a la formulación de la Ley 99 de 1993, cuyo sistema nacional ambiental aún subsiste a pesar de los intentos explícitos de acabarlos por el desarrollismo neoliberal y paramilitar desde comienzos del siglo, mediante el desplazamiento masivo de los habitantes de los territorios del agua, y la imposición de la gran minería y las plantaciones agroindustriales.
La resistencia popular y la investigación siempre han estado ahí, como el dinosaurio. Han defendido con intensidad –pero sin eco en los grandes escenarios de poder– el diálogo con el agua, que recuerda y vuelve a sus espacios por presencia o ausencia e impone su memoria por medio de las inundaciones o las sequías, recordándonos que sin ella nada es posible en la vida, y que es necesario recuperar sus ciclos como enlaces entre los grandes biomas nacionales que nos hacen uno de los pocos países megadiversos del mundo.
Hace quince años, por ejemplo, un grupo de ciudadanos, entre quienes se encontraba Rafael Colmenares, promovió desde Ecofondo un referendo por el agua. El agua como derecho, como posibilidad, agua que no fuera un negocio, agua como canto, según Héctor Buitrago y otros artistas que también se unieron a la causa y grabaron un estupendo álbum. Fueron derrotados por las bancadas en el Congreso que hoy se escandalizan de ver cómo el agua de los carrotanques que llenan piscinas en zonas de Cundinamarca puede dejar de llegar a través de sus grifos.
Más de dos millones de firmas propusieron una reforma constitucional –aún necesaria– para reconocer el derecho humano fundamental al agua potable, bien común antes que mercancía, un mínimo vital gratuito para todos los colombianos, reconocimiento de los acueductos comunitarios como sector especial público, respeto y recuperación de los ecosistemas esenciales a los ciclos del agua, entre otras consideraciones que deberían recuperarse en esta crisis que afrontamos. En defensa de la biodiversidad y por la vida del planeta, sabemos que estas culturas representan un enorme acumulado de posibilidades para entender que tenemos las respuestas y que quizás aún tenemos tiempo. Usémoslas.
JUAN DAVID CORREA
Ministro de las Culturas, las Artes y los Saberes