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Dónde está el pueblo

¿Quién es el dueño de esa ‘fuerza popular’, quién la define?

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Hace poco más de un siglo, entre los escombros y las ruinas que dejaron la Primera Guerra Mundial y la pandemia de la mal llamada “gripa española”, y como consecuencia de ellas, Europa asistió a la irrupción y el triunfo de regímenes autoritarios, mesiánicos, violentos, dogmáticos y dictatoriales: el bolchevismo ruso, el fascismo italiano y el nazismo alemán, que se iba a demorar diez años más en llegar al poder.
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Y aunque eran fenómenos distintos y en apariencia contrapuestos, sobre todo el primero con respecto a los otros dos, porque tanto el fascismo como el nazismo fueron en buena medida una respuesta y una reacción a la Revolución rusa de 1917, había varios elementos que compartían esas tres formas feroces y sombrías de concebir el poder y la sociedad; esas tres utopías siniestras que dejaron millones de muertos a sus espaldas.
Dentro de esos elementos pueden señalarse el caudillismo y el fanatismo, la idea de un partido único que se arroga con violencia y arbitrariedad el monopolio de los valores y la identidad del pueblo como concepto esencial de la política; también el desprecio por el Estado de derecho y la democracia liberal, la reivindicación de eso que Georges Sorel llamaba la “acción directa”: imponer a la fuerza, por fuera de las instituciones, su visión del mundo.
La lógica por excelencia de las tiranías: quienes las critican lo hacen porque son inmorales; quienes se les oponen están en contra de la voluntad popular.
Y era obvio que así fuera porque entonces, como ahora, la democracia representativa estaba en una crisis muy profunda y los agitadores y los demagogos lograron culparla de todos los males y enrostrarle sus promesas incumplidas, sus ideales fallidos, su carácter corrupto y excluyente, por eso fue tan fácil crear nuevas formas de legitimidad que no eran sino la justificación de la dictadura y la tiranía.
Desde esa época la democracia se hizo mucho más compleja, como concepto y como teoría, porque su vigencia implica el gobierno de las mayorías pero también el respeto y la tutela de las minorías e implica un fragilísimo entramado de valores y principios que pasan por la libertad de prensa y de opinión, la igualdad de todos ante la ley, la división de los poderes públicos, la libertad económica, la transparencia del sistema electoral, etcétera.
Y también está la cuestión social: la idea de que la democracia solo existe de verdad si hay un orden en el que primen la equidad y la solidaridad, la aspiración justiciera y superior de una sociedad sin privilegios ni exclusión, por eso hay tantos que reivindican, desde hace tanto, una democracia radical y en las calles, no solo la ‘democracia participativa’ prevista en las constituciones sino una que se imponga por la ‘fuerza popular’.
¿Quién es el dueño de esa ‘fuerza popular’, quién la define? Es difícil decirlo porque el fascismo consiste también en eso, en que un movimiento se atribuya, a la brava, la potestad de señalar, a partir de sus ideas y prejuicios, cuáles son los alcances del concepto del pueblo y quiénes están excluidos de él, lo cual es una contradicción política y moral porque la esencia del pueblo, su premisa, es que todos estamos allí.
Lo contrario implica el maniqueísmo dictatorial de los regímenes que se adueñan de la invocación popular y abusan de ella para imponer un principio perverso, y es que en el pueblo solo están quienes se plieguen a sus programas y doctrinas, mientras que todos los demás son sus enemigos. La lógica por excelencia de las tiranías: quienes las critican lo hacen porque son inmorales; quienes se les oponen están en contra de la voluntad popular.
Por eso es tan importante defender la democracia liberal con todas sus contradicciones e imperfecciones, incluso para que las otras formas de la democracia funcionen y no sean su negación opresiva y brutal.
Esa es la gran lucha política, hoy, en el mundo entero.

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