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Cuál es la obra completa de un artista, ¿solo la de sus grandes momentos y su esplendor y su gloria?

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Los que tenemos ídolos musicales sabemos de ese placer, como hay pocos, que consiste en ahondar en su prehistoria y su obra perdida, sus grabaciones recónditas o tentativas, sus versiones en vivo o antes de la fama y la celebridad, como si allí hubiera una explicación de su genio y su misterio: un fulgor latente y aún no consumado que de una manera muy profunda nos conecta con eso que nos maravilló en su estado inobjetable e ideal.
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Todavía recuerdo la emoción y la dicha con las que en 1994 compré una caja con cinco discos compactos (ya volverán: nada tiene más futuro que la nostalgia) de rarezas de los Beatles; se llamaba Artifacts, como artefactos en inglés, y había allí de todo: canciones desechadas y grabaciones en la cama, versiones alternativas a los éxitos que ya me sabía de memoria, entrevistas y conciertos con muy mal sonido, da igual: era un verdadero y absoluto festín.
En la literatura me pasa lo mismo y yo quiero leerlo todo de los escritores que más me gustan, y cuando digo todo es todo: sus diarios, sus memorias, sus notas al margen, sus libros de juventud o de vejez, sus intentos fallidos o vergonzantes, sus cartas y hasta sus dibujos. De hecho ese ripio involuntario e inevitable a veces me gusta y me interesa mucho más, y he llegado a la conclusión de que mi género literario favorito es la vida.
Como irador y espectador, como lector, me fascina ser testigo de ese proceso y verlo ocurrir desde el principio hasta el final.
Hay quienes profesan, en cambio, una lealtad platónica a las obras de arte de sus ídolos y las reconocen solo en su versión arquetípica y perfecta, lo que parecía terminado y con la firma final. Es una manera muy bella y muy noble, como lo dijo hace poco Rodrigo García Barcha a propósito del libro póstumo de su papá y todas las críticas que él y su hermano han recibido por publicarlo, es una manera muy bella y muy noble de proteger a quienes iramos.
Siempre se menciona el caso de Franz Kafka, quien antes de morir, en junio de 1924, hace casi un siglo, le pidió a Max Brod, su mejor amigo, que quemara todos sus papeles, toda su obra. En realidad era una especie de sacrificio, en el sentido más profundo de la palabra, porque la literatura era para Kafka la vida misma y mucho más que eso, su versión más perdurable y cierta, lo único que le daba sentido y propósito, un fin que justificaba todos sus medios.
Por eso Kafka albergaba tantos recelos con respecto a su propia literatura (como pasaba con su vida, no había diferencia entre la una y la otra), al punto incluso de creer que ninguno de sus textos estaba a la altura de su destino abrasador como escritor. Max Brod, que lo adoraba, le advirtió que no le iba a hacer caso y luego publicó buena parte de lo que hoy es esa obra que aún nos maravilla y desconcierta, uno de los mayores prodigios de la modernidad.
Qué tenía que hacer Brod, ¿quemar a Kafka? ¿Dónde estaba la traición, cuál era en verdad? Es difícil decirlo y cada caso es distinto, por supuesto, sobre todo cuando no hablamos de un autor casi clandestino e inédito sino de uno ya consagrado y dueño de su propio legado, escrupuloso como el que más en todos sus movimientos. Pienso ahora en lo absurdo que es, o no, no lo sé, que Shakira se avergüence tanto de su conmovedora prehistoria y la quiera negar.
Cuál es la obra completa de un artista, ¿solo la de sus grandes momentos y su esplendor y su gloria o también la que su vida misma, su vida toda, fue forjando día tras día? Yo creo que es lo segundo, por eso como irador y espectador, como lector, me fascina ser testigo de ese proceso y verlo ocurrir desde el principio hasta el final. Siento que el espíritu de un genio, su destino, está contenido en cada una de sus creaciones, no importa cómo, no importa cuándo.
Por eso yo sí celebro que salga todo, todo, así sea para irar mucho más las cosas de siempre.

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