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El cambio no es “medir fuerzas”, sino sumarlas.

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Que pase la Psiquiatría General de la Nación. Porque detrás del barroco y ambiguo llamado a montar una constituyente no hay –yo, que soy ingenuo, no lo creo– mala fe, ni maquiavelismo, ni ideologismo ni mesianismo, sino caos en cuerpo y alma, confusión mental con visos de lucha social, fe descabellada e injustificada en el monólogo de plaza: “Desde ahora, los menores de 16 años tendrán 16 años”, dice el presidente de Bananas. Ojalá los conspiranoicos tuvieran razón. Ojalá se tratara de un plan perverso. Ojalá esta cortina de humo no fuera una torpe convicción, sino apenas una maniobra política. Pero me temo que nos está liderando ese narcisismo que empieza en la culpa y acaba en culpar. Petro es un columnista temerario. Petro es un parlamentario disperso que le hace control político a la historia de Colombia. Y un presidente no es solo su voz, no, es más que todo su ejemplo.
Hay verdadera belleza en la lealtad a la causa de la justicia social. Pienso en la firmeza del senador Cepeda y la senadora Pizarro en nombre de la paz. Pienso en la gente de mi vida que se jugó su suerte en la guerra bipartidista, en la trasescena dictatorial del Frente Nacional, en las caballerizas del Estatuto de Seguridad, en los embates narcos que no pudieron frenar la valiente transformación que retratan tanto la Constitución de 1991 como los acuerdos de 2016: pienso en tanta gente seria, de liberalismo e izquierda, que insiste e insiste en la defensa de la socialdemocracia a pesar de la sordidez de la campaña presidencial de 2022, de los descaches diarios, de los escándalos de corrupción que hacen creer que las ideologías son máscaras, del reloj que gira en dirección al fracaso, del hecho de que, luego de décadas de lucha y de miedo, no haya llegado al poder la causa, sino un liderazgo que confunde diagnóstico con remedio.
Hay belleza en la fidelidad, más allá de los ruidos de Petro, a la causa de una democracia de todos y para todos. Y entonces es una vergüenza histórica, digna de los vaticinios de la derecha, que se esté malgastando el tiempo de la gente en ese “no nos dejan gobernar” que no solo no ha sido cierto, sino que, según el ánimo, según el día, se ha referido al establecimiento, a la oposición, a la prensa, a la burocracia, al 49 por ciento del pueblo que votó por el otro promotor del cambio, a las cortes, al Congreso y a la Constitución de 1991, clímax del M-19: “El infierno son los otros”, dice Joseph Garcin, el narciso incapaz de conectar, en A puerta cerrada. Para qué meter a este país dolido en una teoría del constituyente que suena a Estado de Opinión. Para qué azuzar almas rotas que creen que conciliar es una ideología o que demócrata es sinónimo de facho. Para nada. Para gobernar en voz alta. Y poco más.
El tal cambio, que no empezó aquí, se parece al gobierno en Tierralta; a la reivindicación de los violentados; a la defensa de los trabajadores; a la inversión en la educación y la cultura y la salud; a la puesta en escena de esa Constitución nuestra que es el resultado de décadas de progresismos. El cambio no es “medir fuerzas”, sino sumarlas. El cambio es, aquí, la apuesta por la paz. Y significa dejar de vaticinar guerras civiles en este país plagado de ellas, superar la política con anteojeras, quitarse la maña de atrincherarse a aniquilar a los opositores, resistirse a llenar de contratos a los clanes penumbrosos, pasar de la teoría que ya fue a la práctica que tanto se ha esperado, centrarse, por ejemplo, en el fin de las brechas salariales. Pero vaya usted a saber qué puede pasar cuando se quiere declamar tanto, tanto, que gobernar parece banal. Yo me temo que aquí no hay gato encerrado, sino que vivimos a la zaga de una cabeza febril. 
RICARDO SILVA ROMERO

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