Hace un tiempo hablé de la tacañería de una empresa de aviación que en un viaje solo nos ofreció un vaso de agua. Sigo insistiendo en la tacañería, a pesar de que luego pensé cuánto darían los nómadas del desierto de Namibia por un vaso de agua.
Propongo una pregunta elemental de imposible respuesta pero de implicaciones vitales: ¿qué es más importante para la vida, el aire que respiramos o el agua que bebemos? Y lo digo porque prácticamente todos los foros mundiales sobre el medio ambiente solo tratan del tema del calentamiento global, que en definitiva no sería otra cosa sino el calentamiento de la atmósfera, del aire y de todos los males que acarrea, pero ninguno, excepto uno reciente, ha enfocado directamente el tema del agua, de su galopante escasez, de su potabilidad, de su racionamiento, de su necesidad esencial, incuestionable, para la vida del hombre y de los seres vivientes del planeta. Decir esto suena a verdad de Perogrullo.
En este momento uno de cuatro habitantes del planeta carece de agua potable. Para el año 2050 muchas ciudades del mundo tendrán escasez y racionamiento de agua, con las consecuencias que esto acarreará, como inconformidad con los gobiernos de turno acompañada con violentas manifestaciones porque siempre culpamos a los gobiernos, sin pensar que nosotros también somos responsables porque, en el caso colombiano, habremos talado los bosques de cordillera, acabado los páramos y contaminado los ríos que pasan por nuestras ciudades, convirtiéndolos en cloacas.
Para el año 2050 muchas ciudades del mundo tendrán escasez y racionamiento de agua, con las consecuencias que esto acarreará.
Sabemos que por culpa de la descontrolada industrialización, por el uso de combustibles fósiles y por muchas causas más, el planeta se nos enloqueció. Ya no se cumplen los ciclos de lluvias y temporadas secas, por ejemplo. El planeta sufre tremendas sequías que producen devastadores incendios, que al exterminar los bosques disminuyen la oferta de oxígeno y matan las fuentes de agua. La temporada de ciclones se volvió impredecible y cada vez los tornados son más destructores. Estas tragedias son incontrolables y aparecen cuando menos se las espera. Faltaría ver si los violentos terremotos también tienen que ver con el calentamiento global, causa de todos nuestros males.
Pero, a lo que vamos, al agua. Hace más de sesenta años vengo clamando contra la imparable destrucción del país, que he ido viendo, al sudar paso a paso toda la geografía de Colombia. Pero solo ahora parecen los gobiernos y los ciudadanos caer en la cuenta del irreversible problema. Cuántos años hace, Dios mío, que visité, en un viaje complicado y arriesgado, el río Taraira, frontera de Colombia con Brasil, y fotografié y denuncié la destrucción de la selva y del río por los mineros, buscadores de oro.
El paisaje que fotografié es el mismo que hoy nos muestran desde el aire en el Bajo Cauca. Uno de los departamentos más bellos de Colombia es el Guainía, palabra que significa precisamente ‘territorio de muchas aguas’. Desde la década de los años 70 estoy yendo a este departamento y denunciando la cantidad de dragas que escarban el río extrayendo oro y coltán. Todo eso lo he denunciado. Y los gobiernos de turno apenas ahora, yo digo que hipócritamente, se ponen la mano en el pecho y reconocen la destrucción.
Lo mismo puedo decir del Chocó, departamento que recorrí incansablemente en los 80 mirando sus ríos y selvas. Incluso, en compañía del atleta Wilfredo Garzón atravesamos la serranía del Baudó desde Bojayá hasta el mar, en una aventura peligrosa por la cantidad de serpientes y de ranas venenosas con las que nos topamos. En el cambio que promete Petro esperamos que el agua ocupe el lugar que merece. Sin agua no hay vida. Sin agua nos extinguiremos.
ANDRÉS HURTADO GARCÍA