Las empresas están cada vez más enfocadas en contratar talentos que impulsen la innovación y los suba al barco de los futuros clientes: los jóvenes. Saben muy bien que es necesario seguirnos el ritmo. Todos los días nace una nueva aplicación por la que nos comunicamos, por la que vendemos y por la que al final somos más nosotros. No tenernos en sus procesos los invita a aceptar el riesgo de que se pierdan clientes, se estanque una empresa y quede obsoleta.
Lo mismo sucede si se prima el contratar personas por conocimientos específicos, ya que esto puede hacer que algunos procesos sean mucho más ágiles, pero al final estarían cubriendo una vacante que pronto será remplazada por una inteligencia artificial. Las tareas operativas están destinadas a desaparecer para la ejecución de los seres humanos y cada vez es más necesario pedir cosas distintas que justifiquen la contratación de uno.
Algunas universidades han empezado a notar esta urgencia de la industria por primar los valores, las competencias y habilidades de los jóvenes. Muchos de nosotros sabemos que el éxito de una entrevista de trabajo o del desarrollo mismo de una función laboral no se encuentra en saber sumar, desarrollar una aplicación o conocer los procesos de una industria. Las empresas hoy nos exigen ir un paso más allá, acoger ese conocimiento y ser capaces de proponer, de transformar y de mejorar la realidad existente. Para muchos de nosotros, las exigencias de este mundo laboral que quiere agilidad e innovación pueden llegar a parecer frustrante e inquietante. Incluso, puede llegar a ser paralizante preguntarse: ¿de dónde sacaremos la originalidad en un mundo en el que se ha inventado todo?
Así, pues, tenemos un mundo más exigente con los jóvenes, pero lo entiendo como una oportunidad de explotar al máximo nuestras capacidades. La innovación y la inspiración no nacen del susurro de una musa, sino que, como dijo Picasso, “¡La inspiración existe! Pero tiene que encontrarte trabajando”. El ejercicio de pensar en hacer cosas nuevas puede venir incluso de pequeñas tareas que hacemos a diario. Consumimos horas de TikTok, de YouTube o, en el mejor de los casos, de alguna plataforma como Platzi o Coursera y puede que no aprendamos absolutamente nada.
La tecnología nos ha vuelto receptores de información vacía, pero señalarla como culpable de nuestra pasividad es olvidar que el algoritmo es nuestro. Somos nosotros los que decidimos qué entra en nuestra cabeza, para qué y hasta dónde podemos llevar ese conocimiento. Por eso creo que estamos también llamados a ser inquietos con lo que recibimos de las redes y revivir nuestro espíritu joven. Un espíritu que se trata principalmente de no comer entero, de cuestionar al tiktoker de moda, al profesor universitario y al jefe retardatario. Solo quien investiga y se inquieta por conocer, crea y transforma el mundo.
Podría pensarse que estoy diciendo que acabemos con nuestro entretenimiento digital, que dejemos de ver bailes o retos, pero lo que propongo es que alimentemos el escéptico que llevamos dentro y así transformemos la forma en la que consumimos contenido. Volvamos todo lo que recibimos en una herramienta de creación y un potenciador de ideas a través de nuestro cuestionamiento: ¿cuándo fue la última vez que tuvimos una pregunta por lo que vimos en redes o buscamos en Google un tema hasta sentir saciada nuestra curiosidad sobre él?, ¿cuándo fue la última vez que pensamos en transformar la forma en la que hacemos los trabajos o las razones para hacerlo? Ahora bien, el trabajo no es solo de los jóvenes. Las empresas que exigen que seamos innovadores también deben estar dispuestas a que las ideas que tendremos, la potencia creadora que representamos los haga replantearse hasta la forma de escribir un correo.
ALEJANDRO HIGUERA SOTOMAYOR