Desde hace algún tiempo los restaurantes del mundo han decidido cambiar la experiencia que ofrecen al cliente, la pandemia les enseñó que no basta con la comida para hacer que los comensales decidan ir a un local.
Los mejores sabores o siquiera un lugar cómodo, que eran atributos que veneraban las anteriores generaciones, se han quedado cortas a la hora de atrapar a los jóvenes. Nuestra generación, entregada a sobre compartir la vida, prefiere los lugares que se ven bien en fotos y que logren vender una experiencia que se pueda compartir en redes sociales por ser disruptivo y diferente. Algunos resultan inofensivos, tenemos bares con servilletas por las que se coquetea y otros con juegos para iniciar conversaciones, pero hay otros que generan cismas profundos entre los jóvenes colombianos, como es el caso de Severo Sinvergüenza.
Vivimos en una sociedad que, a pesar de sus debates liberales, sigue teniendo un canon conservador y parroquial. Los jóvenes, sin embargo, hemos estado guiados por otra sociedad que nos permea a través de Internet, las propagandas o las redes sociales. Crecimos con canciones que invitaban a la búsqueda del sexo fácil, rápido y sin un propósito procreativo. Nos inundaban con propagandas en las que no se diferenciaba si lo que se vendía era un producto, una persona como objeto sexualizado o directamente la idea del sexo. Adicionalmente, aunque cause molestia resaltarlo, también crecimos con el auge y desmitificación de la industria del porno que ya no se esconde, sino que se ha vuelto incluso la forma de ingreso de muchos jóvenes colombianos que no ven problema en exhibir su cuerpo a las redes por algunos dólares.
En esta tensión y pulso entre lo que vivimos en las casas y lo que vivimos de forma virtual nace Severo Sinvergüenza. Lanza su propuesta de vender wafles en formas fálicas y, al mismo tiempo, se promociona con una ‘performance’ pornográfico entre los meseros y los comensales. Estos videos se hicieron rápidamente populares con comentarios a favor y en contra, lo que generó el ruido suficiente para que se armaran filas de personas queriendo vivir la experiencia. Un lugar que busca crear un eco a esa hipersexualización y al ambiente de “liberación sexual” que identifica a nuestra generación.
El problema, sin embargo, no se encuentra en cómo se venden los productos, sino a la falta de conciencia que tenemos como generación para darnos cuenta de las implicaciones de la normalización de la hipersexualización. Valdrá la pena resaltar aquí las palabras de Byung-Chul Han en su libro ‘La Agonía del Eros’ cuando menciona que “nuestra sociedad ha perdido la capacidad de ser erótica por el afán de ser cada vez más sexual y explícita, creemos que esa exposición nos acerca a una idea de libertad, pero no es más que un incentivo al consumo”. Olvidamos fácilmente la importancia y valor que tienen los cuerpos, los asumimos como meros objetos que se pueden explotar comercialmente, cuyos deseos no importan en cuanto tengamos el dinero para consumirlos, para satisfacer nuestro placer egoísta.
Nadie se pregunta si los meseros se sienten a gusto haciendo esas ‘performances’, pero poco les importa. Aunque ambas partes consensuen el acto, debemos preguntarnos por qué encontramos jocoso emular el acto sexual como si la conexión con otra persona valiera poco y fuera una transacción en la que no hay erotismo o conocimiento del otro. Nos encanta la fantasía en la que no hay esfuerzo para conseguir lo que deseamos, pero desconocemos que, al momento de volver al mundo real, nos llenamos de insatisfacción, pues la realidad es insuficiente. Esta desconexión que produce la sociedad pornográfica nos aleja de vivir la vida plenamente y de construir sociedad, pues nos invita a ver a los otros como objetos desprovistos de humanidad.
ALEJANDRO HIGUERA SOTOMAYOR