Corriendo la campaña presidencial en EE. UU., es buen momento para analizar una fuente de perplejidad que se mantiene desde la llegada de Donald Trump, candidato republicano a la Casa Blanca, a la escena política: ¿cómo es posible que los cristianos fundamentalistas estadounidenses estén tan entusiasmados con un político que no podría ser menos cristiano?
Esta aparente paradoja tiene raíces en el modo de pensar del fundamentalismo cristiano. Este se basa en un código especial de creación de sentido que permite a los creyentes ver y oír lo que otros ni ven ni oyen.
“Dichosos los ojos de ustedes porque ven y sus oídos porque oyen. Les aseguro que muchos profetas y otros justos anhelaron ver lo que ustedes ven, pero no lo vieron; quisieron oír lo que ustedes oyen, pero no lo oyeron” (Mateo, 13:16-17). El sentido de estas palabras solo pueden decodificarlo correctamente los fieles. Quien no tiene esa herramienta verá algo diferente, o quizá nada en absoluto.
Si usted mira y piensa desde fuera del código hermenéutico del fundamentalismo cristiano, es natural que Trump le parezca un hombre despiadado, egoísta, decidido a maximizar poder, riqueza y placeres carnales. Pero la ceguera espiritual le impide a usted ver de qué manera el Espíritu Santo usa a Trump como instrumento del “misterio de la maldad” (según la descripción de la Segunda Carta a los Tesalonicenses) para contener la llegada del mal supremo o para producir algo mayor: el fin de los tiempos, la segunda llegada del Mesías.
En este relato, lo que importa no es la verdad fáctica del carácter pecaminoso de Trump, sino más bien la verdad superior de que hay fuerzas espirituales obrando a través de él. Eso convierte a Trump en un instrumento divino para demorar la llegada del anticristo o para crear el cielo en la tierra. Según esta creencia cristiana fundamentalista, el hecho de que Trump use medios políticos es justificable si es lo que se necesita para destruir el mal o abrir camino al bien.
Comprender este marco teológico nos ayuda a reconocer la futilidad de denunciar la política de la “posverdad”. Es bien sabido que el uso de la desinformación para sembrar confusión y desesperanza es un elemento del totalitarismo.
Las democracias liberales no pueden sobrevivir mucho tiempo sin una infraestructura institucional protegida por las leyes que salvaguarde el ejercicio significativo de la libre expresión. Es lo que los puristas de la libertad de expresión no comprenden cuando usan la doctrina de la Primera Enmienda en defensa de ataques iliberales contra el proceso electoral. El objetivo de esos ataques es obstaculizar el debate (sembrar confusión y desconfianza) mediante la propagación de información comprobablemente falsa con la intención o la esperanza de que otros la crean.
Quienes se oponen a Trump y a sus seguidores iliberales no triunfarán si creen que el desafío político al que se enfrentan se reduce a garantizar el triunfo de la verdad fáctica sobre la mentira deliberada. Hay otro desafío incluso más profundo, relacionado con el tejido mismo de la democracia liberal: “El Congreso no promulgará ley alguna por la que adopte una religión de Estado”.
Cuando el presidente de la Corte Suprema de Alabama Tom Parker escribió, en defensa de un fallo de ese tribunal, que no es posible “destruir (embriones humanos) sin incurrir en la ira de Dios”, hizo un recorte manifiesto de la cláusula de la Primera Enmienda referida a la prohibición de instituir una religión de Estado.
La Primera Enmienda protege al mismo tiempo la libertad de expresión y la libertad religiosa, porque sus redactores comprendieron que ambos valores están ligados. Hace más de medio siglo, la Corte Suprema señaló que el “valor central” protegido por la Primera Enmienda es el derecho de cada persona a una participación significativa en un “debate libre e irrestricto sobre cuestiones de importancia pública”. Cuando ese derecho se convierte en un privilegio dependiente de normas religiosas, la democracia liberal se hunde.
Richard K. Sherwin, profesor emérito en la Facultad de Derecho de Nueva York, autor de ‘When Law Goes Pop’.
© Project Syndicate - Nueva York.
Este artículo fue editado por cuestiones de espacio y publicado en la edición impresa dominical.
Más noticias en El Tiempo