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Margarita García Robayo: la escritura como encomienda

La escritora es una de las invitadas al Hay Festival de Cartagena, que comienza el 26 de enero. 

Margarita García es autora de otras novelas como Hasta que pase un huracán y Tiempo muerto.

Margarita García es autora de otras novelas como Hasta que pase un huracán y Tiempo muerto. Foto: Johanna Marghella

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Si hay algo que se termina de consolidar en la obra de Margarita García Robayo con su última novela, La encomienda, es una brillante y exhaustiva relación con el lenguaje que se trabaja a partir de una búsqueda por los orígenes, una búsqueda que repercute tanto la trama de la obra como su forma, y que nos hace pensar en la novela como un vehículo aún vigente para reflexionar sobre (y hasta cierto punto) reparar las relaciones humanas.
Con respecto a la trama: en La encomienda, la narradora –una mujer crítica pero sensible a su entorno– se pregunta por la naturalidad del vínculo familiar, describiéndolo como “un hilo invisible” que hay que imaginar “todo el tiempo para recordar que está ahí”. En un inicio, este vínculo lo cuestiona en relación con su hermana, que aún vive en su ciudad de nacimiento, Cartagena, y que desde allí envía, hasta el apartamento de la narradora en Buenos Aires, encomiendas compuestas de frutas –que se pudren en el extenso viaje de un rincón a otro de América Latina–, fotos y dibujos –que se desvanecen con la respiración de las frutas que se pudren–, cosas, en fin, por medio de las cuales se pretende generar una especie de nostalgia del pasado y de subsistencia de ese tiempo por medio de una materia que inevitablemente se descompone. 
La encomienda. Margarita García Robayo. Anagrama. 191 páginas. $ 75.000

La encomienda. Margarita García Robayo. Anagrama. 191 páginas. $ 75.000 Foto:Archivo particular

 Pero la dinámica de estas encomiendas cambia cuando en la última caja ‘perfectamente embalada’ se presenta la madre, una mujer que la narradora no entiende –no, desde la infancia– y que aun así intenta asir, casi cristalizar con el lenguaje, esto, aunque sepa desde temprano que la tarea es necesariamente fallida. “Para hablarle de mi madre tendría que remontarme al origen de los tiempos: el caos, la oscuridad, la ausencia de lenguaje y de sentido”, dice la narradora, y, con esta frase, además de condensar lo titánico e imposible de narrar el objeto primario del vínculo familiar, da a entender que el mandato de la escritura no es narrar el origen sino urdir, poéticamente, sobre los movimientos que de él se desprenden.
Es, de hecho, al urdir sobre la filigrana de los orígenes familiares que se desglosan de La encomienda lugares poco populares acerca de la maternidad y la feminidad heteronormativa, que se trabajan con imágenes que pueden estar entre las más bellas que se han escrito en la literatura colombiana. Por ejemplo, la narradora dice que, desde que tiene memoria, su madre “necesitó aire: la recuerdo abriendo las ventanas y las puertas de la casa, abanicándose con las manos de un modo enérgico y descontrolado”, y esta reflexión la hace virar hacia una imagen, la del cuerpo de la madre alojando “una bandada de pájaros que aleteaban por salir y la rasguñaban por dentro. Y por eso lloraba”. Dando lugar a la maternidad incómoda, claustrofóbica y asfixiante, que, sin embargo, no está exenta de majestuosidad, dando lugar, también, a la diferencia que existe entre madre e hija a la hora de entender lo femenino, el lenguaje de García Robayo reluce, apuntalando a una cualidad de La encomienda que discutiremos con mayor profundidad dentro de poco, y es la cualidad de reparar lo íntimo, de remendar la materia prima de la vida en los lugares que parece haber una fractura o una falta de entendimiento.
Pero antes de llegar ahí, hay que volcarnos hacia cómo La encomienda entiende su búsqueda literaria con respecto a la novela en su sentido más canónico y en cómo contesta esta búsqueda develando sus propios procesos y pactos de escritura. Cuando la madre llega intempestivamente al apartamento de la narradora, las preguntas acerca de la verosimilitud de la novela comienzan a bullir, y, no obstante, La encomienda no consiente que los lectores tomen ese camino.
La narradora nunca le pregunta a la madre cómo fue que llegó a Buenos Aires, por qué, con este arribo, su departamento cobra el olor y la textura de los paisajes marítimos y de horizonte abierto en los que nació, ni tampoco señala la cualidad espectral (porque la tiene) de una aparición del tipo. En cambio, desde el inicio, asimila la visita y se preocupa por el estado de la visitante: ¿tiene frío?, ¿hambre?, ¿sueño?, y le prepara la cama, con el mismo cuidado con que la autora hila cada una de las frases de la novela, acomodando al lector en una escritura en donde la calidez de lo conocido, en este caso el hogar y el aparato de la novela, tiene un trasfondo inquietante e híbrido: cómodo y a la vez incómodo; que se arma al ir revelando versiones de lo que puede ser considerado ‘real’, en vez de señalar verdades o acciones unívocas.
Margarita García es autora de otras novelas como Hasta que pase un huracán y Tiempo muerto.

Margarita García es autora de otras novelas como Hasta que pase un huracán y Tiempo muerto. Foto:Johanna Marghella

La búsqueda por las distintas versiones de referentes familiares o demasiado conocidos se vuelca también al proceso de escritura, por ejemplo, cuando la narradora se pregunta por las palabras que utiliza o que utilizaría para describirlos. Dice, por ejemplo, que “no podría reproducir el razonamiento del amor en un texto –escribir las palabras ‘ama’, ‘amor’, ‘amar’, ‘amado’– sin empaparme los dedos de melaza” e indica que para hablar del amor tendría que reemplazar “esa palabra por otra”.
Asimismo, distintas versiones de un mismo referente se trabajan, de manera sofisticada y juguetona, cuando se introducen en La encomienda apartados de un proyecto literario que la narradora se encuentra armando y en el que se repasa otra versión de la maternidad, esta salvaje y fuerte en vez de incómoda y frágil, y, también, otra versión de la escritura, ahora sí más canónica, volcada hacia la acción y la exterioridad. Lo anterior puede constatarse en párrafos como el siguiente: “La madre corre por la playa, trepa por el barranco que da al jardín, pega un salto de pantera y cae en el claro que se forma entre los bananos, los mangos y los tamarindos. Se alza la bata, se pone en cuclillas y expulsa uno, dos críos sin ninguna dificultad”.
Esta historia alterna, que encontraremos regada a lo largo de la obra, lleva a los lectores a enfrentarse con la cualidad caleidoscópica y dispareja de los materiales que pensamos más estables: los vínculos familiares, los estereotipos sobre ciertos sujetos, la casa, la propia individualidad... Sin embargo, de lado y lado de las preguntas que se ponen sobre la mesa, La encomienda saca a relucir una capacidad de transformación y transgresión de la materia prima que hace a la obra exponer un sentido de futuridad basada, precisamente, en una aceptación radical de ser distintos de nuestros orígenes y, a pesar de esto, agradecerlos. 

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DANIELLA SÁNCHEZ RUSSO

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