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Patricia Nieto, cronista de la Colombia anónima
La periodista antioqueña dará una charla en el Hay Festival de Cartagena el jueves 26 de enero.
Nieto ha recorrido el país en busca de los personajes de sus historias. Aquí, en uno de sus trabajos de campo. Foto: Natalia Botero
Patricia Nieto habla despacio. Seguramente porque piensa cada palabra que va a decir, cada frase que va a hilar, una tras otra. Como en sus crónicas. Desde los años noventa, Patricia ha caminado este país para narrarlo desde la mirada de las víctimas del conflicto armado. Lo ha recorrido como lo hace un cronista de verdad: dándole el tiempo necesario a cada historia, escuchando con atención y compasión al otro, anotando los detalles, mirando con los ojos del alma para luego, en un trabajo de paciencia y reflexión, escribir unos relatos de gran valor narrativo.
Así, ha publicado varios libros que la han situado como una de las más importantes cronistas del país. Muchas de estas ediciones, sin embargo, no han resultado fáciles de encontrar en las librerías. La buena noticia es que acaba de publicarse un libro que reúne gran parte de su trabajo: 'Crónicas del paraíso' (Tusquets) recoge los relatos incluidos en dos de sus libros, 'Llanto en el paraíso' y 'Los escogidos', además de otro conjunto de textos cortos. Esta publicación permite acercarse a unas crónicas en las que está la voz de un país que no suele aparecer en los grandes titulares.
¿Cuál ha sido su búsqueda fundamental en el periodismo?
Esa respuesta va cambiando con los años. Porque uno va refinando lo que quiere, aprendiendo muchas cosas en el proceso personal. Recuerdo que hace años contestaba que quería contar las historias de los otros. Frente a eso algunos me decían “pero es que el periodismo busca la verdad”, “los periodistas se forman para encontrar la verdad y contarla”. Con eso parecían hacerle un reclamo a mi respuesta, porque no encajaba de manera muy exacta en lo que el periodismo que nos enseñaban se proponía hacer. Lo que en ese momento era un reproche, con el tiempo y con mi propio trabajo y experiencia me ha hecho pensar mucho. En el fondo mi búsqueda sigue siendo la misma, las historias de los otros, reconociendo que hay una pregunta sobre cómo se mide la verdad en esos relatos que hacen las personas. Aunque estén contrastadas con los testimonios de otros, con documentos, con datos, con las versiones oficiales, la verdad es una materia muy poco asible. Con los años sigo queriendo contar esas historias, cómo recuerdan las personas lo que vivieron, y con esas voces construir un relato de lo que ha pasado en Colombia, con énfasis en la violencia política. Como una manera de que el país escuche, de que nos escuchemos.
Usted empezó su carrera en el diario 'El Mundo', en Medellín. ¿Hubo un momento de quiebre en el que decidió dejar los grandes medios, quizás para buscar el camino que ha seguido como cronista?
Yo salí de los medios porque no encontré espacio. Hice una experiencia muy bonita en 'La Hoja de Medellín' y en medios locales. En 'La Hoja' refiné mucho mi escritura, sin decir que tuve en ese momento un desarrollo muy importante, pero ahí se hacía un gran esfuerzo para que contáramos muy bien lo que investigábamos y fuéramos descubriendo una voz propia. Cuando salí de 'La Hoja' busqué oportunidades en distintos periódicos y no pude. Entonces, ¿qué me quedaba? Seguir haciendo el trabajo que quería por mis propios medios, en las circunstancias laborales que me fueron posibles en ese momento.
¿Fue cuando entró a trabajar en la Universidad de Antioquia?
Patricia Nieto dirige también el proyecto 'Hacemos memoria', en la Universidad de Antioquia. Foto:Diego González
Ahí encontré en la Universidad de Antioquia una opción, que era estar en el Instituto de Estudios Políticos, donde había terminado una maestría. Estudié ciencia política para tratar de que los reportajes que escribiera fueran mejores, no para hacer análisis político en sentido clásico. Allá trabajaba como auxiliar, como empieza cualquier estudiante. Era auxiliar de la profesora María Teresa Uribe. Hacía investigaciones para sus trabajos. Y pienso que el quiebre vino ahí. Porque cuando estaba en esas ocurrió el atentado de Machuca –en 1998, cuando dinamitaron el oleoducto y hubo un gran incendio y murieron más de ochenta personas–. Yo sentía todavía que era reportera y que debía ir a contar esa historia, pero no tenía un periódico ni nada detrás que me diera ese soporte. Me fui por mi propia cuenta. Cuando llegué al aeropuerto del municipio de Remedios, los colegas ya se iban. Me crucé con un amigo que me dijo que a qué llegaba si ya todo se había acabado. Estuve allá cinco días. Era un momento muy crítico porque la gente estaba regresando con los cadáveres, en el proceso de los funerales. Las personas vivían un trauma emocional muy fuerte. Se desmayaban, convulsionaban. En esos días hice muchas entrevistas. Volví a Medellín y, al escuchar las grabaciones, pensé que no podía usar esos testimonios.
¿Por qué?
Porque eran testimonios de personas en un momento de crisis, de delirio, de pánico. Me pregunté si en un mes o dos meses ellos iban a reconocer sus voces en lo que yo escribiera, si se iban a acordar de que una periodista los había entrevistado. No lo pude escribir. Hasta el día de hoy. Y a partir de ahí empecé a preguntarme cómo sería si las personas pudieran contar de una forma más directa lo que habían vivido. Aproveché mi estadía en la universidad e hice unos talleres de escritura con ciento veinte víctimas del conflicto armado. Durante tres años los acompañé a escribir sus relatos. Eso se publicó en tres libros. Ellos los firman, yo simplemente aparezco como compiladora. Fue un proceso muy interesante ver cómo iban explorando su experiencia, dudando de cómo escribir lo que habían vivido, analizaban el peso de cada palabra. Cómo el contarse a sí mismo la experiencia violenta ayuda a reconocerla de otra manera. Ellos me enseñaron muchísimo. Ahí fue cuando dije, bueno, el deseo de ir a un periódico ya se apaciguó, se cambió por otra intención y es la que he tratado de mantener hasta ahora.
Pero mire cómo ahí ya estaba la decisión del cronista, del que llega y no se va rápido, del que persiste cuando la mayoría de las cámaras y los flashes ya se han ido...
Eran testimonios de personas en delirio, en pánico. Me pregunté si en un mes o dos meses se iban a acordar de que una periodista los había entrevistado
Esa es una adrenalina que a los periodistas nos gusta, sobre todo cuando uno está más joven. En esa época, el conflicto estaba en un pico tremendo. Ver cómo en el país ocurrían cosas que merecían ser contadas y no estar ahí me generaba frustración. Pero entendí que era un gran momento para hacer lo que Juan José Hoyos –que fue mi profesor en la universidad– me enseñó: ir despacio, escuchar a la gente. Él dice una frase muy bella que es “ir al trabajo de campo con el corazón abierto”. Ese corazón abierto es el cuerpo, la piel, la capacidad de análisis, el pensamiento, la empatía para sentir con el otro y poder tener un diálogo sincero que permita construir la historia. Como resultado de eso, encontré un camino. Tengo historias más maduras de lo que podría haber hecho en un ejercicio cotidiano en un medio masivo.
Ese ir despacio es evidente en sus relatos. En ellos se nota que no solo pasa un buen tiempo con los personajes, sino con el texto. Muchos la han acompañado durante años…
Es una manera de trabajar que deja que la historia se vaya madurando, en los personajes y en mí. Porque es un ir y venir con ellos durante años. Tengo historias desde el 2011 que no he escrito, están en proceso. Y con estas personas sigo hablando. Aunque la reportería fuerte ya pasó, sigo en un o frecuente. Eso ayuda a darle cierta trascendencia a la historia que se va a narrar. Porque los personajes no están congelados en los hechos que ocurrieron, la persona que fue víctima no se quedó retratada en el momento del horror. Ellos siguen sus vidas y se transforman de una manera impresionante.
Y en las crónicas está la descripción de esos procesos.
Cuando te digo que la historia va madurando dentro de mí, como si fuera una planta, es porque busco cómo poder hacer el puente entre la persona que vivió ese hecho, que sobrevivió, y alguien que tal vez pasó por lo mismo o alguien a quien la violencia nunca le ha tocado su puerta. Cómo ser un canal de conocimiento entre ellos a través de la historia. Esa implicación, más allá de lo emocional, solo se da con la pausa, con la decantación. Cuando uno hace entrevistas o acude a situaciones que acaban de ocurrir y que son aterradoras, llega a la redacción con una carga emotiva muy alta y escribe con esa pasión, con rabia, con indignación, frenéticamente. Ese tipo de textos tienen un gran mérito y un gran valor en el momento. Pero uno también puede darse un tiempo para que esa rabia, ese dolor se transformen en otra cosa. Ahí es donde creo que el lenguaje gana. Y uno puede escribir un texto más comprensivo.
Las víctimas del conflicto armado han sido las protagonistas de sus crónicas desde los años noventa. Foto:Natalia Botero
¿Por qué su interés puntual en las víctimas?
El registro de veracidad venía de que el criminal mencionara el hecho en una audiencia, pese a que las personas que lo habían sufrido lo venían diciendo durante años
En el momento en que hice con ellas los tres libros que te comenté –en los que hay una escritura que podríamos decir autobiográfica– , de 2004 a 2007, se estaban desmovilizando varios bloques paramilitares. Los relatos de estos hombres que dejaban las armas empezaron a tener mucho eco. Las voces de las víctimas eran más apagadas. Si bien los periódicos les habían hecho entrevistas y recogido testimonios, el énfasis no estaba en ellas. Y ahí paso una cosa importante: los hombres que se desmovilizaron comenzaron a reconfirmar algunos hechos que las víctimas habían contado durante años pero que no parecían ser escuchados como verdad. Sobre ellas se sembraba la duda, “están exagerando”, “eso no fue tan grave”, “las mujeres que buscan a los hijos desaparecidos están histéricas”, ese tipo de cosas. Pero cuando esos señores dijeron, sí, nosotros hicimos eso, cometimos esa masacre, tiramos gente a los ríos, quemamos pueblos, el país empezó a creer. Pero a creerle al paramilitar. El registro de veracidad venía de que el criminal mencionara el hecho en una audiencia, pese a que las personas que lo habían sufrido lo venían diciendo durante años. Ahí se reafirmó mi deseo de trabajar con las víctimas. Porque, a pesar del trabajo de muchas organizaciones, todavía su voz es como si no tuviera un reconocimiento político y moral en el país.
Usted ha dicho que va a llegar el momento de los relatos a fondo de los victimarios...
Creo que las voces de las personas que estuvieron en armas van a encontrar un momento muy pronto para que sean escuchadas, ojalá de esta manera. A veces en Colombia vamos muy rápido. Y queremos que todo se cuente pronto para hacer un cierre de las historias. Las personas que participaron en hechos violentos necesitan un tiempo para contar, más allá de los testimonios judiciales que hayan dado. Es posible que lleguemos a tener unos relatos más sinceros, más elaborados. Y ojalá en ellos también opere un proceso personal que les ayude a narrar. Sería muy interesante poder tener esas voces en el futuro.
Muchos critican que se le abra un espacio a la historia del victimario…
Es que es complicado manejar el relato de la persona que ha cometido el crimen. Porque es difícil encontrar un testimonio que narre los hechos, por supuesto, que sea referencial, y que aporte a la comprensión. Eso pasa porque los victimarios también necesitan pensarse y poder tener la palabra. Ellos han tenido el arma. Y cambiar el arma por la palabra no es fácil. Primero se tienen que reconocer en lo que hicieron, en por qué lo hicieron, y ese reconocimiento no solo tiene implicaciones legales, sino en su estructura de identidad. Una persona que asesina, tortura, destruye, también tiene una rasgadura, una fractura, y debe reconocerlo. Y mientras eso no pase, le cuesta hacer un relato sincero. Es un terreno complicado porque se mezcla lo penal con otras esferas de la reflexión.
Recuerdo algo que le oí una vez a Alma Guillermoprieto. Tenía que ver con cómo un texto, cuando está bien narrado –incluso bellamente narrado–, así cuente una historia de horror, genera también serenidad. Alma habla de la importancia de una “voz calmada” en el cronista…
Crónicas del paraíso incluye buena parte de su trabajo. (Tusquets). Foto:Archivo particular
Ella escribió algo en relación con cómo en muchas ocasiones los textos periodísticos dejaban miedo y zozobra y no daban cierta serenidad para entender. Era como ese llamado, esa advertencia de que pese a contar cosas horribles, dolorosas, el periodismo tiene la misión –o debería tener el propósito– de ayudar a comprender ese horror para que las personas que lo leen no queden en la parálisis, en una incertidumbre que les impide casi levantarse al otro día. Porque lo que nos pasa en América Latina es tan terrible que eso puede generar en los lectores reacciones muy fuertes. Muchos pasan al campo de la indiferencia y dicen “no me quiero enterar, no quiero ver el noticiero, no quiero leer el periódico”. La misión del periodista no es paralizar al ciudadano, sino todo lo contrario: convocarlo a la acción, a que pueda decidir con conciencia sobre su país. Y un texto periodístico –un informe de prensa, no tiene que ser un libro– escrito con datos, con exposición de la situación y con argumentos para entender le hace mucho bien a la ciudadanía. Ahora, mejor si ese texto puede ayudar a descubrir que en medio de ese horror hay como unas ventanitas de luz; que por dolorosa y dramática que sea la guerra, en ella hay solidaridad, hay alguien que salva a otro, alguien que da comida, que impide un asesinato. Uno debe tener la capacidad para ver el hecho violento –porque hay que contarlo–, pero por un rabillo del ojo buscar dónde hay algo que nos conecte con la esperanza. Sin que esté pregonando el periodismo de lo positivo, no, pero en medio de una batalla siempre hay una opción de salvación. Por cruento que sea el hecho que uno narre, en esa historia hay personajes que abren puertas. Y de eso está lleno Colombia, de sobrevivientes, de personajes heroicos que no es posible convertir en noticia. Creo que ahí está la belleza. O la búsqueda de la estética. En el balance de lo atroz con lo noble.
¿Cómo ve ahora esa situación tan frecuente del periodista que busca ser más importante que la historia que narra?
Por cruento que sea el hecho que uno narre, en esa historia hay personajes que abren puertas. Y de eso está lleno Colombia, de sobrevivientes, de personajes heroicos
Ahí hay un problema muy grande que seguramente no es nuevo. El ser periodista, o presentador, o comunicador, el estar muy en el centro de un escenario, puede generar ciertas características que resultan muy dañinas para el periodismo y muy chocantes para la audiencia. Nosotros tenemos que entender que somos unos profesionales que cumplimos una tarea muy importante en la sociedad, que es posibilitar que la información responsable, clara, seria, circule entre los ciudadanos. Si uno entiende que genera un vínculo, y que el periodismo no soy yo, eso puede moderar un poco las ansias de reconocimiento. Todo ese escenario hace que personas que tienen buenas intenciones, que empiezan esta carrera con un propósito sensato, terminen perdiendo el norte y también perdiéndose a sí mismas. Y luego, cuando están en esa trampa, no logran salirse. Se creen los personajes y no reconocen que las historias no existen sin los otros. Nosotros necesitamos a las personas que han vivido las situaciones –cualquier noticia que sea– y no al contrario. La gente no está ansiosa de que llegue un periodista a su casa.
¿Usted ha optado por tener un bajo perfil?
En las historias que escribo estoy presente de una manera muy determinante. Aunque en muy pocas hay una primera persona –o la primera persona mía aparece muy sutilmente–, es mi responsabilidad todo lo que se dice ahí. Cuando lo firmo tengo un compromiso con esa historia. Estoy haciendo una producción de un discurso que espero que tenga densidad periodística y, en ese sentido, política y estética. Hay un protagonismo en eso, no lo voy a negar ni a resignar. Pero yo trabajo para que las historias se conozcan, para que los personajes que confían en mí tengan la oportunidad de ser escuchados. También porque espero que las crónicas caminen solas, se lean en sí mismas, y no por una presencia mediática fuerte de la persona que las escribió. Por supuesto que cuando sale algún libro, cuando hay alguna publicación, hago lo que estoy haciendo…
Dar entrevistas…
Sí, y es interesante. Porque es otro escenario para que las personas que participan en las historias tengan una nueva ventana; para que más gente llegue al libro y al hacerlo se acerque a la gente que habla ahí.
En la Universidad de Antioquia usted dirige el proyecto llamado ‘Hacemos memoria’. ¿En qué consiste?
Es como la puesta académica de lo que he hecho. Trabajo con diez personas que fueron mis alumnos, hoy son mis colegas. Hacemos periodismo de la memoria como campo de especialización. Hacer periodismo de la memoria del conflicto armado tiene unas condiciones diferentes, y eso es lo que he tratado de madurar con este grupo, la metodología, los principios éticos, para dejar unos relatos que sean más elaborados. Además tenemos un portal de noticias para contar qué se hace en el tema de memoria en Colombia, y una parte de trabajo académico para darle un marco más reflexivo a todo ese mismo ejercicio.
Para terminar, ¿qué crónica saldría a hacer mañana?
¿Mañana? Tengo dos cosas. La desaparición de personas, que para mí es un tema crucial y en Colombia todavía no le hemos dado la dimensión. Y el tema de poder relacionar ciertas formas de violencia por la explotación de los recursos naturales, la relación de la violencia con la lucha por la tierra, por el agua, por los árboles. Creo que por ahí podría haber un camino.