A Camila Sosa Villada le gusta ver. Para ella, la vida está compuesta de imágenes. Estampitas que se clavan en sus retinas y de las que extrae una mota de luz, una curva de color, un trozo de significado. Escucha, siente, olfatea, tantea, camina y come con sus ojos. Su mundo está compuesto de imágenes que atesora y que se quedan con ella. Instantáneas con las que forma un collage de su realidad y de sus experiencias. Son, en otras palabras, piezas de un rompecabezas que ella va armando poco a poco y cuya imagen final es única, rotunda, inefable: la belleza.
Lo bello (no como una categoría anatómica ni como antónimo de la fealdad) recorre las páginas de Las malas, su más reciente libro que narra las vidas de un grupo de travestis que se congregaban, noche a noche, en el Parque Sarmiento, en la ciudad argentina de Córdoba. Así, una madre travesti es capaz de dar leche con su teta de aceite de avión; una mujer muda se convierte en ave; hombres sin cabeza se enamoran; los jardines explotan exuberantes y desmedidos hasta cubrir todo con su abrazo vegetal; los cuerpos se declaran patrias; las risas, los abrazos, las palabras y el amor son refugios ante la violencia; los gritos viajan y llevan un mensaje brutal, rotundo e infinito: “ser travesti es una fiesta”. Milagros y brotes de belleza que se despliegan con rabiosa ternura página a página.
En una TedTalk de 2014, Camila Sosa habló de algunas de estos temas. En esta charla, la actriz, dramaturga y escritora narró los sufrimientos de los cuerpos travestis y prostitutos, la forma en que su padre le vaticinó que terminaría muerta y en una zanja, la vida de una mujer embarazada que atendía a los clientes en el parque y que tenía el cabello lleno de yerbajos por coger entre pastizales. Ante todo esto, con la voz quebrada, Camila Sosa preguntó: “¿pensaron alguna vez que la poesía podía tener una forma tan concreta?” Las malas es justamente eso: poesía, concreción, belleza.
Hay un tema transversal en la novela: la belleza, como búsqueda, como maldición, como alegría y tristeza. ¿Por qué hablar de ella?
Creo que siempre fui una privilegiada. He podido ver el mundo con unos ojos diferentes de los del resto. Yo era como una traficante: en las noches estaba con este grupo de travestis y luego, de día, me iba a la universidad. En estos mundos observaba momentos definitivos, maravillosos. De una profunda hermosura que me conmovían. No intenté hablar de esto de forma arbitraria, sino de las cosas que para mí han sido hermosas. No por lo que se ve o se escucha de ellas, sino por lo que emiten. La belleza es la base de mi libro.
En 'El elogio de la sombra', Jun'ichirō Tanizaki habla de la belleza de las sombras, contraria a la del canon occidental, basada en la luz. Un poco así es la belleza travesti que habita las sombras, los parques, fuera de lo luminoso, ¿no?
Sí, exactamente así es. Pero también éramos guapísimas de día. Íbamos por el sol, en plena madrugada, como en una película de Tarantino: salíamos de un parque, desfilando, con la luz de la mañana para desayunar en un McDonald’s. El sol estaba rojo sobra la ciudad. Todo resplandecía naranja y caminábamos hasta las paradas de los colectivos. Era una disrupción de belleza y una interrupción estética en el orden de una ciudad tan católica como lo es Córdoba. Intentábamos ser bellas en plena luz del día y lo conseguíamos.
En su ensayo 'La simulación', Severo Sarduy dice que la mujer no existe y que la travesti siempre lo ha sabido y que, basándose en ese conocimiento, ha construido su propia identidad, ¿qué opina de esto?
Pienso que en algún momento fueron las mujeres y nos plegamos hacia la belleza femenina. Pero también en un instante nos alejamos de esa imitación. Así, empezamos a explorar sentidos que todavía no tienen nombre y que existen solo entre nosotras. No es algo que tenga que ver con la sexualidad o con la identidad. Es una declaración de estar en el mundo. Era raro ver una travesti con dinero o de una familia adinerada. Éramos todas marginales. Sin embargo, todas teníamos un cuerpo y construimos con él nuestras existencias, únicas y capaces de ser a su propia medida.
Ahora que menciona el cuerpo, en la novela la narradora dice que una forma de juzgar a las naciones es la manera en la que tratan a los cuerpos travestis. ¿Estos cuerpos son relatos nacionales? ¿Qué podemos leer en ellos?
Los hombres dictaminan cómo deben ser los cuerpos travestis, cómo deben evolucionar a partir de sus deseos. ¡Qué injusticia! ¡Qué cosa espantosa! Antes, querían travestis con las caderas tipo Sofia Loren. Luego dijeron que no: “nos gustan delgadas, morenas y largas”. Ahora, las quieren naturales. Entonces, las chicas afortunadamente no se operan ya. Pero esto es solo una primera aproximación. Porque luego está la lucha de clases, nunca mejor narrada que en el cuerpo travesti. Claudia Rodríguez (escritora y activista trans chilena) dice que la sociedad no nos permitía saber que ciertos procedimientos quirúrgicos podían ser peligrosos. Solo sabíamos que para cambiar el mundo teníamos que cambiar nosotras, nuestros cuerpos. Nuestra batalla era ser guapas, vendibles, atractivas y cuando no había dinero para la silicona, muchas se inyectaban aceite de avión, que era como una sentencia de muerte lenta. Y luego están el sida y todas las enfermedades, porque te da terror ir a un hospital. Allí no hay nadie como tú que te atienda, que te escuche, que te dé confianza. Todos son diferentes a ti a un punto abismal.
Pero en medio de todo este horror, siempre están la belleza y la ternura. ¿Estás son formas de resistir?
Me sucede algo muy natural con eso: lo cuento sin pensar que estoy buscando belleza en el horror o flores en el fango. Lo cuento como lo veo. Pienso que contar la violencia es una de las cosas que más se parece a la orfebrería. Es un trabajo minuciosísimo y me tomo mis cuidados de que no sea algo melindroso o terrible, porque debo tener la paciencia y el ojo de alguien cuyo oficio es pequeño, milimétrico. Hay que ser como un monje shaolin: caminar por el desierto, con una varita buscando lo hermoso. Sin la belleza, no puede existir la vida.
También hay una sucesión de milagros a lo largo del libro. Algunos más alegres que otros, pero milagros al final. ¿A qué se debe esta vocación milagrosa?
Tú y yo no estaríamos aquí hablando si no fuera por el relato de un milagro. En Argentina hay una santa popular que se llama la Difunta Correa. Mis padres fueron a su santuario, llevando una medallita y se la dejaron con una promesa: que volveríamos los tres si yo dejaba la calle y la prostitución. Y a los tres meses yo estrené mi obra de teatro Carnes tolendas. Empecé a ser muy conocida y no volví a consumir coca ni a prostituirme. Dejé de estar expuesta a la violencia. Ese mismo año de la promesa, tuve dos encuentros muy peligrosos con dos clientes. Y mis padres intuían esto y pidieron un milagro por mí. Así que sí, mi lectura es que la magia sí ocurre.
Tía Encarna, uno de los personajes del libro, se vuelve madre y este acto despierta el odio de la comunidad. ¿Qué incomoda de la maternidad travesti?
El capitalismo y el patriarcado están disputándose su potestad sobre la infancia, día a día, con otras maneras y sistemas. Entonces, ellos quieren asegurarse que son ellos quienes crían a los niños. Lo peligroso es que saben que una travesti jamás podría perpetuar sus sistemas de control. Quiero pensar románticamente: para mí nunca las travestis trabajarían para el capitalismo. Eso es lo que les molesta. Ellos temen perder el control de este orden que les otorga sus privilegios. Pero también les atemoriza la idea de que existan familias creadas por instintos, sentimientos y emociones tan subversivas como el amor.
La narradora se pregunta cuántas veces ha escrito la palabra “violencia”. Veinte años después de lo contado en el libro, ¿qué tanto se sigue escribiendo hoy esa palabra?
Todos los días seguimos hablando de muertas nuevas. Estamos inmersos en un sistema muy violento. La violencia sigue allí, pero ha aumentado la complicidad de nosotras y otros sectores de la sociedad. Esto ha sido posible gracias a todas nosotras: la que sale a la calle a comprar la verdura, la que se prostituye, la que va a un local de ropa a dejar su currículo por primera vez, la que cuenta en su casa que ha decidido travestirse, la que escribe libros, la que canta, la que actúa, la que construye un nuevo tipo de conocimiento. Todas estamos creando una complicidad animalesca en las que resistimos y decimos “miren, no somos genocidas ni violadoras, no abusamos de los niños, no le robamos a nadie”. La violencia sigue estando y se ha recrudecido.
Las travestis narradas encuentran en el humor ácido una forma de hablar y convivir. ¿Cómo generan vínculos estos lenguajes particulares?
Creo que una de las visiones más reduccionistas sobre el tema es decir “nosotras nos tratábamos así para anestesiarnos del dolor”. Es decir, que ejercíamos entre nosotras una crueldad para hacerle frente a la crueldad de afuera. El año pasado leí Claus y Lucas, de Agota Kristoff, y puede que haya algún tipo de interpretación de que, como en el libro, nos estábamos entrenando para desensibilizarnos. Pero, y puede que esté equivocada, creo que tiene que ver con que sabíamos que el lenguaje es lo más poderoso que existe. Nosotras con la palabra podíamos jugar de formas insospechadas para los demás. Decíamos las cosas más terribles con la mayor ternura y las cosas más tiernas de formas filosas, hirientes. Inventábamos palabras, teníamos códigos secretos, apodos que nos pertenecían. El hecho de no tener un solo privilegio nos volvía muy inteligentes y pronto nos dimos cuenta de que el lenguaje era lo único que nos pertenecía de verdad. Por eso lo ocupábamos como mejor nos parecía.