Los libros son, y han sido, un refugio para la humanidad. Son parte de nuestra memoria y, como dice la escritora española Irene Vallejo en su libro El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo (Siruela): “Los libros nos ayudan
a sobrevivir en las grandes catástrofes históricas y en las pequeñas tragedias
de nuestra vida”. Este ensayo de Vallejo, doctora en Filología Clásica y autora de dos novelas (La luz sepultada y El silbido del arquero), es un viaje a los primeros días de los libros, ese extraño objeto que fue inventado por muchas manos anónimas. Un viaje que va por las ágoras de Atenas, por las primeras librerías en la antigua Roma y por los pasillos y las salas de lectura de ese sueño que fue la Biblioteca de Alejandría. Además, es un libro que tiene toda la erudición de un ensayo académico, pero escrito con la honestidad de un libro de memorias y la gracia y gentileza de una novela. El infinito en un junco no solo es una historia sobre los libros, también es una historia sobre la lectura a lo largo del tiempo, sobre cómo leer en silencio es un hábito innovador, casi una rebelión: “Salvo excepciones, los lectores antiguos no tenían la libertad de la que tú disfrutas para leer a gusto las ideas o las fantasías escritas en los
textos, para pararte a pensar o a soñar despierto (...). Esta libertad individual, la tuya, es una conquista del pensamiento independiente frente al pensamiento tutelado, y se ha logrado paso a paso a lo largo del tiempo”, escribe Vallejo.
Por las páginas del libro vemos pasar a Heródoto acompañado de Kapuscinski, a Luciano junto a Cervantes y a George Lucas, y a Homero junto a Bob Dylan, oímos de los libreros que han forjado su profesión a lo largo de la historia, sentimos los manuscritos de muchas bibliotecas que hoy ya no existen y conocemos a algunas de las mujeres que hicieron todo lo posible para que los libros, tal y como los conocemos hoy, existieran. “Así para el lector común y corriente (a quien reivindicaba Virginia
Woolf) es más conmovedor y más inmediato este encantador ensayo, por ser simplemente un homenaje al libro de la parte de una lectora apasionada”, con estas palabras describe Alberto Manguel el trabajo de Irene Vallejo; una diálogo entre el pasado y el presente y una fábula sobre los libros y el placer de leerlos.
En estos días de cuarentena y pandemia los libros se han vuelto el refugio de muchas personas. Usted ha dicho que le sorprende cómo esta situación ha revestido de nuevas lecturas a El infinito en un junco, una de ellas es como si el ensayo fuese un canto a la ayuda que los libros pueden ofrecernos en tiempos difíciles, ¿por qué cree que ha pasado esto?
En El infinito en un junco recopilo testimonios de personas que, en medio de grandes catástrofes, sintieron que los libros fortalecían su esperanza. En el gulag, en los campos nazis, en guerras, asedios y debacles, quienes disponen de una vida
interior rica tienen más capacidad para sobrevivir. Así lo recuerda Viktor Frankl, superviviente de Auschwitz: “Las personas de mayor sensibilidad, acostumbradas a una activa vida intelectual eran capaces de abstraerse del terrible entorno. Solo
así se explica la aparente paradoja de que los menos fornidos soportaran mejor la vida del campo que los de constitución más fornida”. Contrariamente a lo que tantas veces se afirma, la cultura no es adorno sino ancla. Creo que estas jornadas de
confinamiento lo han evidenciado. El arte y las historias representan una tabla de salvación para comunidades sometidas a una dura prueba.
La última frase del libro es: “Sin los libros, las mejores cosas de nuestro mundo se habrían esfumado en el olvido”, una de esas cosas que podríamos haber olvidado fue la misma Biblioteca de Alejandría; una de las protagonistas de la historia que cuenta. ¿Por qué es tan importante este lugar, tanto su dimensión física como simbólica, en la historia del libro?
La Biblioteca de Alejandría fue el primer intento de reunir todo el conocimiento y todos los relatos, hasta entonces dispersos, en un solo enclave. Ahí veo un rudimento, incluso diría que el remoto antepasado de Internet. También se tomó la decisión revolucionaria de traducir las obras principales de otras civilizaciones –la egipcia, la persa, la india, la hebrea-. Eso significó abrir horizontes, interesarse por los hallazgos extranjeros, es decir, un ímpetu inicial hacia la globalización.
¿Por qué seguimos teniendo esa fascinación por la cultura y el mundo helénico? ¿Cuál sigue siendo el encanto de esos griegos de la antigüedad?
El mundo helénico nos enfrenta a la pregunta de quiénes somos. Muchas veces cedemos a la tentación de idealizar la Antigüedad, pero creo que regresamos a ella una y otra vez porque nos reconocemos en sus imperfecciones tanto como en sus logros. De los griegos hemos heredado muchos rasgos que, para bien y para mal, todavía nos caracterizan: las ciudades, la pasión por los espectáculos, la democracia, el teatro, la especulación inmobiliaria, la propaganda, los cocineros estrella, las tertulias, las alfombras rojas, la vida en la calle (el ágora). Y, aunque no solemos recordarlo, también nos legaron varios conceptos de gran éxito histórico: el libro, las bibliotecas y las librerías. Esa, entre otras, es la historia que cuenta El infinito en un junco.
El libro es un diálogo constante entre el mundo antiguo y nuestro presente. Así como puede estar hablando de Calímaco, el primer gran geógrafo de los libros, o de Aristófanes de Bizancio, uno de los grandes libreros de Alejandría, pasa de inmediato a hablar de Ray Bradbury y su libro 'Fahrenheit 451' o pasa a películas como 'Pandillas de Nueva York' dirigida por Scorsese. ¿Por qué fue importante para usted establecer ese diálogo?
Mi pasión por la literatura nació en la infancia, y era omnívora. Leía cómics, mis padres me narraban la Odisea o las sagas nórdicas antes de dormir, veía dibujos animados en la televisión. Todo convivía y dialogaba sin impedimentos. A aquella educación agradezco sentirme feliz en todos los terrenos, mis entusiasmos no saben de departamentos estancos. Hoy, como escritora, me interesan las profundas conexiones que se anudan entre el presente y el pasado. Es fascinante, por ejemplo, que la efigie de Alejandro Magno se imprima en objetos que él ni siquiera sabría usar, como camisetas, corbatas, fundas de móvil o videojuegos. En la agitada superficie de lo actual, las llamadas alta y baja cultura dialogan y se fecundan mutuamente.
¿Seguimos contándonos las mismas historias que contaban los romanos y los griegos?
Cada generación, cada época, reformula unos cuantos temas esenciales con un lenguaje y una sensibilidad propia. En todo texto hay ecos ajenos y acentos propios. Por su parte, también los griegos se basaban en un bagaje de relatos previos, en narraciones orales hoy perdidas. Gracias a los libros y a una cadena de amor a los textos que en ellos viajan, la mayoría de obras cruciales de los griegos se han perpetuado en el tiempo, y representan el principio de nuestra tradición. Los bibliotecarios de Alejandría nos señalaron una senda cargada de futuro: entender las palabras como un legado que nunca deja de fructificar. Gracias a ellos, Safo, Heródoto, Tucídides o Platón dialogarán siempre con el futuro, ayudándonos a indagar en el trasfondo de nuestras vidas y alimentando nuestra creatividad.
Otro personaje principal de 'El infinito en un junco' son los libreros y sus librerías. Usted cuenta cómo esta ha sido una profesión perseguida, amenazada y peligrosa.
En el libro rastreo el testimonio más antiguo de un librero que sufre persecución por vender obras incómodas para el poder, en época de Domiciano. Desde entonces, incontables censores han aplicado el mismo método del emperador, castigando responsabilidades indirectas. El éxito del mecanismo represor estriba precisamente en extender la amenaza de represalias, multas o cárcel a todos los eslabones de la cadena de difusión: desde los amanuenses o impresores de antaño, al de un foro o proveedor de internet. Amedrentar a esos actores ayuda a acallar los textos incómodos, pues es poco probable que todos los involucrados estén dispuestos a correr los mismos riesgos que el autor, más visceralmente comprometido con la publicación de su propia obra. Por tanto, las amenazas a los libreros son parte esencial de esta guerra sin cuartel contra los libros libres.
¿Hoy están en peligro de extinción los libreros y las librerías? ¿Siguen siendo lugares de resistencia?
Las librerías han hecho un enorme esfuerzo en los últimos años para convertirse en centros de irradiación cultural, que acogen presentaciones, cuentacuentos, coloquios y otras infinitas actividades. Su supervivencia depende ahora de nuestro compromiso con estos lugares donde los lectores somos recibidos por libreros dispuestos a guiarnos, a conversar, a brindarnos descubrimientos y hospitalidad frente a la fría prescripción de las pantallas. En una sociedad que empieza a tener problemas con la soledad, el pequeño comercio garantiza una dosis irrenunciable de o humano, es decir, de alegría, además de hacer más acogedoras las calles.
También habla de ese lado no idílico de los libros. Habla de su lado perverso y de que hay libros asesinos y nocivos, pero defiende que deben existir, ¿por qué?
Eliminar libros es cerrar vías de conocimiento, prohibir s a la parte oscura de lo humano. Supone abonar el terreno a los negacionistas. Para impedir la recurrencia de las peores pesadillas, necesitamos recordar todas las dimensiones del pasado, incluidas las ideas más nocivas. No creo que debamos suprimir obras concretas, sino aprender a asomarnos a los textos con espíritu crítico, sin credulidad.
Y, sin embargo, los libros han sido los grandes enemigos de los tiranos, ¿cuál es el peligro que los líderes políticos ven en ellos?
En las tiranías y en los tiempos de fanatismo siempre se acaba atacando a la literatura y tratando de tutelar la transmisión del conocimiento. Recomiendo vivamente leer Nueva historia universal de la destrucción de libros, de Fernando Báez. Escribió Borges que cada cierto tiempo tenemos que volver a quemar la Biblioteca de Alejandría (en sentido real o simbólico). Un recorrido por la historia de la biblioclastia demuestra que el grado de libertad de un país tiene su reflejo en las actitudes hacia los libros y los relatos en general. La cercanía lingüística entre ‘libro’ y ‘libre’ no se equivoca, creo.
El libro también es una oda a los héroes anónimos que ayudaron a que los libros existieran, ¿qué la llevó a investigar sobre ellos?
Cuando empecé a estudiar la transmisión de las ideas y el conocimiento, sentí que allí palpitaba una gran historia y un mensaje de esperanza: la certeza de que el amor por los libros ha sido capaz de movilizar a tanta gente anónima a través de los siglos, a pesar de los peligros que acechaban y los esfuerzos que era preciso asumir. No eran personas movidas por la vanidad –su nombre no ha pasado a la historia-, sencillamente eran lectores que no querían imaginar un futuro en el que faltasen los libros que amaban. Creo que hoy los apasionados de la lectura, asediados por los profetas del apocalipsis librario, necesitamos conocer nuestras genealogías, e interiorizar el sentimiento de pertenencia a esta gran aventura.
Los libros seguirán existiendo porque nos salvan. Porque en los momentos trágicos y en los grandes desafíos, son asideros, balsas y chalecos salvavidas
Dentro de ese grupo de invisibilizados por la historia están las mujeres, a quienes dedicó varios capítulos. Encontramos mujeres como Marcia que salva los libros de su padre Cremucio, historiador romano, o a Sulpicia, escritora romana, cuyos escritos son de los pocos que han sobrevivido hasta nuestro tiempo. ¿Por qué se han invisibilizado a las mujeres en esta historia?
Los griegos, que tan sensibles fueron al poder de la palabra, insistían ya desde la Odisea, en que el discurso público es prerrogativa masculina. Mayoritariamente consideraban que el mejor adorno de la mujer era el silencio, no en el hogar sino ante la comunidad. El territorio de la política, la oratoria y en gran medida la literatura, eran dominios prohibidos para ellas. No deberíamos olvidar que la democracia ateniense se cimentó en la exclusión de todas las mujeres –y de los extranjeros y los esclavos, es decir, de la mayor parte de la población–. Por otro lado, El infinito en un junco rastrea las huellas de las mujeres poetas, narradoras, filósofas, científicas y maestras que desafiaron esa expulsión. He descubierto que fueron muchas más de las que creemos. Y me parece importante rescatar lo que queda de sus palabras, aunque en muchos casos sean solo añicos.
Y ¿qué fue lo más fascinante que encontró de estas escritoras de la antigüedad?
El primer texto no anónimo de la humanidad lo firma una mujer: Enheduanna. Es un hecho asombroso, si atendemos a los prejuicios que antes mencionaba contra el de las mujeres a la profesión de las palabras. Es cierto que Enheduanna ocupaba un lugar de privilegio, como hija y tía de reyes, pero su talento y su seguridad en sí misma resultan conmovedores contemplados desde nuestra perspectiva del presente. El infinito en un junco reivindica para ella y para sus sucesoras el reconocimiento del futuro.
Tanto la escritura como los libros han sido parte de las grandes revoluciones tecnológicas de la historia, pero ¿por qué cada tanto hay quienes amenazan o predican la extinción del libro?
Como habitantes del tercer milenio, sentimos que todo avanza cada día más rápido. Las últimas tecnologías ya están arrinconando a las novedades que triunfaban anteayer. El móvil más reciente sustituye al antiguo, nuestros equipos nos piden constantemente actualizar programas y aplicaciones. Si no permanecemos alerta, el mundo nos tomará la delantera. Los mass-media y las redes sociales, con su vértigo instantáneo, alimentan estas percepciones. Nos empujan a irar las innovaciones que llegan veloces como surfistas en la cresta de la ola. Cuando comparamos algo viejo y algo nuevo –como un libro y una tablet, o un violinista sentado junto a un adolescente que chatea en el metro–, creemos que lo nuevo tiene más futuro. Pero los historiadores y antropólogos nos recuerdan que sucede lo contrario. Cuantos más años lleva un objeto entre nosotros, más porvenir tiene. Lo más nuevo, como promedio, perece antes. Es muy probable que en el siglo XXII todavía haya violines y libros. Usaremos sillas y mesas, pero quizás las pantallas de plasma o los teléfonos móviles habrán sido sustituidos por otras tecnologías. Y viejas tradiciones que nos acompañan desde tiempo inmemorial, desde los libros a la música o la búsqueda de la espiritualidad, permanecerán con nosotros.
Y para terminar, ¿seguirán existiendo los libros?
Seguirán existiendo porque nos salvan. Porque en los momentos trágicos y en los grandes desafíos, son asideros, balsas y chalecos salvavidas. Creo que, frente a lo que suele creerse, el arte no nos invita a la evasión o al escondite, sino a la construcción de un mundo interior protegido y al fortalecimiento de la esperanza. Los libros son el vehículo en el que viajan a través del espacio y del tiempo esas palabras capaces de anclarnos y afianzarnos en la vida.