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Noticia

Sabía que había un potencial de una vida maravillosa tras la jubilación: Alejandro López Mejía

El economista narra su travesía en el libro 'Pedales, picos y posturas' tras recorrer parte de Europa y de la India.

Alejandro López (derecha)

Alejandro López (derecha) Foto: IG: @bicisesentones

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Las aventuras que narro en estos relatos cuentan con la suerte de haber tenido el tiempo, la salud, la disciplina, los medios económicos y a Margarita, mi esposa, que con buena cara apoyó que me desapareciera por meses para viajar en bicicleta por Europa y para explorar mi mundo interior en la India.
Todo empezó cuando le di el sí a Iván Domínguez en noviembre del 2022 para que lo acompañara a un viaje de dos meses en cicla por el Viejo Continente como premio a su reciente jubilación y a la cantaleta de Ana del Corral, mi casi hermana, y esposa de Iván, que me fregó para que escribiera un diario de viaje.
Al comenzar a escribir estos relatos, el periódico El Espectador me dio un impulso adicional a principios de abril del 2023, cuando, antes de empezar a pedalear, me ofreció publicarlas simultáneas al viaje. Esa generosidad me puso eléctrico. Ninguna perspectiva de publicación de un artículo o libro de economía me había electrizado así.
Además, y por sugerencia de amigos, abrí la cuenta de Instagram @bicisesentones para que me siguieran durante la travesía por aquella red. Durante horas y después de cada etapa, escribía en mi teléfono celular, y a medida que pasaban los kilómetros y se publicaban los textos, fotografías y videos, me entusiasmé con ser cronista.
Me di cuenta de que el pedaleo en que nos habíamos embarcado tenía su gracia y su gusto. Sentí que esta experiencia podría enseñar que nunca es tarde para realizar los sueños; un camino para los jubilados que no saben qué hacer con su tiempo libre o para los que no se quieren jubilar por temor a lo desconocido; una lección para los jóvenes que creen que alguien con más de 60 años ya es un viejo “chuchumeco” mandado a recoger, y una muestra de que, en últimas, son pocas las diferencias entre los hijos y sus padres; y al fin, un incentivo para que los profesores les inculquen a los jóvenes el amor al deporte y a la aventura. Al volver a mi casa en agosto del 2023, después de los casi 4.000 km de pedalear entre Atenas y Ámsterdam, tomé la decisión de viajar al norte de India para caminar por el Himalaya y estudiar yoga en las afueras de la ciudad de Dehradun.
Después de tantos estímulos externos durante estos meses de viaje, pensé que lo mejor sería volver a viajar dentro de mí con dedicación. En esas se me ocurrió escribir unos nuevos relatos, esta vez algo esotéricos, que El Espectador publicó. Ya de regreso a casa, di el paso que nunca había pensado dar: uní los textos de aquellos dos viajes para publicar este libro de aventuras de un sesentón que bien podría ser pariente de Tintín.
Mi experiencia con el yoga empezó por culpa de un dolor de espalda en el 2009. Yo quería comprar un colchón nuevo para aliviar mis dolencias, pero Margarita insistió que empezara por ir a clases de yoga. Con reticencia fui a unas clases que daban en el gimnasio de mi oficina, pues años atrás me había aburrido como una ostra aprendiendo a levitar. En esta ocasión, sin embargo, recuerdo que salí contento todo estirado como si fuera un títere al que una cuerda le jala la cabeza.
Al poco tiempo empecé a ir a talleres y seminarios y a un instituto con profesores entrenados en yoga clásico que busca desarrollar, por igual, el cuerpo, la mente y el espíritu. Así, lo que empezó como un tratamiento para el dolor de espalda se convirtió en un viaje a mi mundo interior. Escribir los relatos sobre yoga fue todo un reto. De algún modo es un tema más filosófico que el ciclismo y me parecía difícil transmitir los viajes hacia mi mundo interior de una manera amable y entretenida; estoy lejos de ser un yogui y el riesgo de hacer errores “académicos” resulta ser mayor.
A fin de cuentas, desde niño viví con el temor de heredar los problemas mentales de mi papá, Álvaro López Toro, y de sus familiares. Él se suicidó en 1972. Tuvo fama de ser un genio y un maestro generoso. Fue profesor en la Universidad de los Andes, Pennsylvania y Princeton. Fue ingeniero, economista y demógrafo, mentor de una generación exitosa de economistas colombianos y, entre otros, autor de un libro clásico sobre la colonización antioqueña. Su ausencia temprana se me convirtió en una presencia fantasmal y se volvió autopresión para seguir sus pasos.
En un principio, la autopresión me hizo un rebelde. Después de haber sido un buen estudiante en el colegio y ganar el premio al “bello carácter”, tuve una adolescencia tardía en la Universidad de los Andes y me dediqué a la vagancia, a tomar cerveza sin fin y en ocasiones, a meter droga.
De aquellos años recuerdo gratamente que hice parte de Guarichos, el equipo de fútbol de los exalumnos del Gimnasio Moderno, mis aventuras con el Araña y el Monito, mis charlas filosóficas y teológicas con Luis Felipe Gómez y, claro, haber conocido a Margarita o Maria Locaria, como le decía su tío Rodrigo.
Cuando iba a graduarme en la universidad, me entró el susto de qué iba a ser de mi vida y, en medio de las dudas existenciales, incluidas si dejaba la Economía para volverme filósofo o escritor, o si irme de los Andes para estudiar en la Universidad Nacional, tuve, por años, sesiones con un psiquiatra que ayudó a encaminarme por la “senda del bien”.
A través de Pacho Ortega (e. p. d.), un papá para mí al morir el “Doctor López Toro”, conocí a Armando Montenegro, mi asesor de tesis de pregrado y amigo desde entonces. La tesis terminó siendo un éxito y me abrió las puertas al Banco de la República. Aquella tesis, basada en fuentes primarias, argumentó, en contravía de la única visión de ese entonces, que la idea original del sistema de minidevaluaciones instaurado en 1967 no fue del gobierno de Carlos Lleras Restrepo sino del mismísimo diablo: el Fondo Monetario Internacional, y con quien el Gobierno había casado una pelea digna de Mohamed Alí.
Al entrar al Banco seguía con la idea de no ser economista “de verdad”. Me dieron el espacio para trabajar en historia económica, tal y como lo había hecho durante mi tesis de pregrado. Por varios años trabajé al lado de Adolfo Meisel y fuimos coeditores de una historia del Banco de la República, de la que siempre me he sentido orgulloso a pesar de que es un trabajo poco conocido. Durante ese tiempo hice amigos para toda la vida: Olver Bernal, el héroe de mi familia por sus Navidades colombianas en el exilio; Santiago Herrera, cómplice para hacer bromas pesadas; y el paisa Jorge Enrique Restrepo, gozón entre los más gozones. Fue una época para sentirme en el curubito de la investigación económica en el Grupo de Estudios creado por Juan Carlos Jaramillo (e. p. d.), en ese entonces gerente técnico del Banco y años después, mi amigote del alma en Washington.
Después de 3 años en aquel grupo de estudios fui a la Universidad de Londres para hacer mi doctorado financiado por el Banco. La idea era ser doctor en historia económica y Malcolm Deas (e. p. d.) me recomendó ir a Queen Mary College, donde había un profesor especializado en América Latina que me podría asesorar la tesis.
Sin embargo, a los pocos meses de llegar a Londres le dije adiós a la idea de volverme un historiador, en parte por lo duro que me pareció ser, de nuevo, ratón de biblioteca entre archivos empolvados. Así que, me convertí en un macroeconomista. A mediados de 1993, al terminar mi doctorado, volví al Banco de la República. El Banco estaba recién transformado, era ahora independiente gracias a la nueva Constitución Política, y el Gobierno colombiano de entonces se había llevado a la mayoría de sus economistas estrellas.
Así, apenas llegué y con la institución casi desolada, me nombraron subdirector de investigaciones económicas al lado del gran José Tolosa, y a pesar de ser un joven de 30 años, sin experiencia. Mi jefe inmediato fue Jota Uribe, quien años después fue gerente del Banco, y con quién me volví amigo entrañable, dada nuestra afición a “echar carreta”, a la música de carrilera, a los deportes en televisión, a la gente sencilla, a las pocas palabras, a la “mamadera de gallo” y al país. Un día cualquiera y sin proponérmelo, me llamaron de Washington y terminé viviendo en la capital del imperio, empleado por Satanás. En el Fondo Monetario Internacional trabajé por 25 años después de pasar un año en el Banco Mundial. Empecé como soldado raso y terminé de capitán, lejos de ser un general. Tuve el privilegio de participar en discusiones “importantes”, y la oportunidad de conocer el mundo.
Fui economista para países de África, Asia y América Latina, jefe para algunos países de América Central y líder de evaluaciones del sistema financiero de Nueva Zelanda y Tailandia. Además, quién lo iba pensar, en un momento hasta fui experto en asuntos relacionados con la banca islámica y jefe de un grupo de reguladores y supervisores de talla mundial del sistema financiero. Sin embargo, hacia el final de mi carrera me sentí estancado y, ya con los hijos graduados de la universidad, en el 2020 decidí retirarme para guardar solo buenos recuerdos. Tenía en claro que había un potencial de una vida maravillosa después de la jubilación que debía aprovechar y disfrutar al máximo.
Al Fondo Monetario lo quise tanto como al Banco de la República. No solo por el ambiente riguroso y amable, lleno de discusiones intensas para llegar al consenso e intentar tomar la mejor decisión posible, sino también por su cultura internacional y los amigos que hice para toda la vida: alemanes, argentinos, brasileños, canadienses, checos, españoles, ses, holandeses, indios, ingleses, italianos, japoneses, libaneses, peruanos, uruguayos; hasta amigos extraterrestres tuve. Además, sin quererlo, el Fondo me ayudó a sacarle brillo a mi alma de excursionista después de varios de mis viajes de trabajo. 
Así, entre otros, anduve como mochilero para ver gorilas escondidos en las selvas de Uganda, restos arqueológicos en Camboya y Guatemala, mezquitas en Irán y templos budistas en Bali, Laos, Myanmar y Tailandia. También caminé por los parques nacionales de Nueva Zelanda, exploré cuchitriles de comida por Vietnam y dormí junto a soldados de las Naciones Unidas en un planchón anclado en Timor Oriental, a la orilla del mar. Mi alma de excursionista no sé si viene de mi sangre de arriero antioqueño. Lo que sí sé es que en parte se la debo al Gimnasio Moderno, el colegio donde estudié hasta que fui a la universidad. 
El Prof Bein, ilustre excursionista y ciudadano del mundo, siempre tuvo la idea de que la excursión es un viaje de conocimiento y todo aquel que se preciara de ser gimnasiano debería hablar con emoción. En mi mente siempre estarán vivos nuestros goces y sufrimientos durante el bachillerato, en San Agustín, el volcán Puracé, la cueva de los Guácharos en el Huila, donde, según Julio Verne, está una de las entradas al centro de la Tierra, el nevado del Cocuy y la excursión en jeep a la Alta Guajira viajando con licencias de conducción falsas. 
Además, ya bachiller, viajé con amigos gimnasianos y recorrí la costa chocoana del Pacífico en una lancha destartalada desde Bahía Solano hasta Juradó, hice la ruta libertadora de Simón Bolívar pasando el páramo de Pisba, subí a la Ciudad Perdida y viajé en bus hasta La Paz, Bolivia, no sin desperdiciar la oportunidad de andar el Camino del Inca hasta Machu Picchu y navegar el río Amazonas desde Iquitos hasta Leticia.
Pompilio Iriarte, mi profesor de literatura del colegio, me despertó el gusto por escribir. Aunque por décadas solo escribí asuntos de interés para un par de gatos tecnócratas y burócratas internacionales, las enseñanzas de Pompilio me hicieron ganar alguna fama de buen redactor de memorandos y reportes económicos. Por fortuna para mí, esos placeres están empezando a dar lugar a escrituras más amables y aventureras como estos relatos de viaje. En ellos intento que el espíritu gimnasiano y el de Pompilio las ronden.
ALEJANDRO LÓPEZ MEJÍA
Especial para EL TIEMPO

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