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Entrevista

‘La libertad absoluta lleva a la barbarie’: Javier Cercas

El escritor español habla sobre los valores y los temas de su literatura: los héroes, la libertad, la polis, entre otros.

En esta trilogía, Cercas cambió su habitual registro literario y se centró en la novela negra.

Javier Cercas (Cáceres, 1962) ha recibido una variedad de premios, especialmente fuera de España, como el Independent Foreign Fiction Prize. Foto: EFE - Archivo EL TIEMPO

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El 13 de junio se conoció la noticia de que Javier Cercas ingresó en la Real Academia Española, un espacio que había dejado vacío Javier Marías con su muerte. Fue el mismísimo Mario Vargas Llosa uno de los impulsores de su candidatura en esta prestigiosa institución. Las novelas de Cercas se estudian en las universidades, y sus textos aparecen en los exámenes para ingresar en la universidad.
Por Soldados de Salamina (2001) obtuvo el Independent Foreign Fiction Prize, por su ficción noir Terra Alta (2019) obtuvo el Premio Planeta y por Anatomía de un instante (2010), una obra maestra de la no ficción, el Premio Nacional de Narrativa. En breve se estrenarán dos series basadas en estas dos últimas obras. A su vez, hay dos producciones simultáneas sobre su novela El impostor, el caso de Enric Marco, durante décadas el emblema en España de los sobrevivientes de los campos de concentración. Sin embargo, luego se comprobaría que todo había sido mentira. “A estos proyectos asisto con gratitud, pero también con una distancia prudente porque pienso que ya no son obra mía. El lector es el auténtico protagonista de la literatura”.
Se ha erigido como una de las voces más audibles de la democracia en Europa. Por ejemplo, fue clara desde el inicio su postura crítica y de denuncia ante el secesionismo catalán.
El auge del secesionismo catalán fue la primera gran manifestación del nacionalpopulismo en España (y tal vez la más peligrosa). Yo estoy en contra el nacionalpopulismo, un movimiento político que, en formas diversas, aparece o se consolida en todo Occidente tras la gran crisis de 2008 y que, aunque tiene algunos rasgos del fascismo (el nacionalismo, el más evidente), no es fascismo: el fascismo atacaba abiertamente la democracia, en cambio, el nacionalpopulismo ataca la democracia en nombre de la democracia, como hicieron los secesionistas catalanes en 2017 o los partidarios de Trump en 2021, cuando asaltaron el Capitolio. Viví en una dictadura hasta los 13 años y me gusta mucho vivir en una democracia, por imperfecta que sea. La democracia no es solo cosa de los políticos. Es cosa de todos. Política viene de polis, que en griego significa, más o menos, ‘ciudad’, y la ciudad es de todos. Y, ya que estoy etimológico, recordaré también que democracia significa ‘poder del pueblo’, y el pueblo también somos todos.
En 'No callar' y en la presentación de Salman Rushdie, en España, habló de una posibilidad que brinda la literatura: crear ciudadanos rebeldes.
Las novelas crean gente capaz de decir “no”, como el hombre rebelde de Camus. Y por eso los escritores somos incómodos o peligrosos para el poder, que solo quiere gente obediente. Eso hemos sido desde siempre, gente peligrosa, y eso debemos seguir siendo. No olvide que Platón expulsa a los poetas de la república ideal. Y con razón porque la literatura es siempre peligrosa para el poder. Fíjese en don Quijote y Madame Bovary, que son dos grandes lectores. La gente suele pensar que lo que los define es que confunden la realidad con la ficción. Falso: lo que los define es que quieren convertir la realidad en ficción, realizar sus sueños. Por eso Alonso Quijano se convierte en un aventurero, un héroe como los de los libros de caballerías, y Emma Bovary en una heroína romántica, como las heroínas de las novelas que lee. Es decir: los dos se embarcan en la aventura más radical, que es la de intentar vivir una vida acorde con sus deseos. ¿Qué es lo que les ha incitado a vivirla, a convertirse en revolucionarios? La literatura.
Es lo que le ocurre a Melchor Marín, el protagonista de 'Terra Alta', cuando lee 'Los miserables'. Comprende que hay otra vida posible, otro modo de vincularse con el poder y desde el poder.
Exacto. Y sobre todo un modo de rebelarse contra él. Y eso es revolucionario y por eso la lectura de Los miserables convierte a Melchor en otra persona, o, si lo prefiere, le descubre quién es realmente. Para eso sirve también la literatura: para devolvernos nuestra propia existencia, para tomar posesión de nosotros mismos, para convertirnos en individuos soberanos. Obviamente, eso no lo quiere el poder. El poder, por definición, siempre quiere más poder, y de ahí que intente arrasar con todo lo que se le opone. Y, cuanto más autoritario es ese poder, peor. Lo dije a propósito de Rushdie: cuando los fanáticos van contra un novelista, saben muy bien contra quién van. Porque las novelas de verdad, las buenas, nunca son inocuas: entre otras cosas, son armas de destrucción masiva contra la visión totalitaria del mundo.
Se refería a aquellos que pueden decir “no” ante el abuso, ante la injusticia. Estos individuos aparecen en 'Soldados de Salamina' y en 'Anatomía de un instante'. En su obra aparecen héroes que cambian la historia. ¿Escasean hoy los héroes?
Ante todo, soy novelista. Me dedico a formular preguntas, no a dar respuestas, al menos no respuestas claras, unívocas y taxativas. Las respuestas de un novelista son siempre ambiguas, poliédricas, contradictorias, esencialmente irónicas: en el fondo, la respuesta es la propia búsqueda de una respuesta, la propia pregunta, la propia novela (es decir, la respuesta, si acaso, la tiene el lector, que es el que termina los libros). Digo esto porque, para mí, la cuestión del heroísmo es sobre todo una pregunta; una vieja pregunta, que los seres humanos nos hemos hecho desde el principio de la literatura, desde el principio de los tiempos. Una pregunta moral: el héroe encarna la excelencia moral, o ética, si lo prefiere. Muchas de mis novelas –quizá todas– no hacen más que formularse de modos diversos esa pregunta. ¿Qué es un héroe? La verdad: sigo sin saberlo. Aunque sí sé algunas cosas: el héroe es aquella persona capaz de decir “no” cuando todo el mundo a su alrededor dice “sí” (y en este sentido se asemeja al hombre rebelde de Camus, pero también a El enemigo del pueblo, de Ibsen). Por ejemplo: el héroe siempre niega su condición de héroe, porque la virtud es secreta o no es (lo cual significa que nunca hay recompensa para el héroe, o es muy raro que la haya).
El puritanismo es una forma de intolerancia, y la intolerancia es una forma de barbarie. La tolerancia, diría que consiste, de entrada, en no confundir un error intelectual con un error moral.
Sostiene que el siglo XXI es una época puritana. ¿Dónde encuentra este puritanismo? ¿Cuáles son sus peligros?
Rushdie dice que el puritanismo es la antesala del fanatismo, que es la antesala de la violencia. Cuando yo era un adolescente, en la España que salía del franquismo, solo la derecha era puritana, y por eso muchos nos hicimos de izquierdas. El problema es que, de un tiempo a esta parte, la izquierda se ha vuelto puritana también. El puritanismo es una forma de intolerancia, y la intolerancia es una forma de barbarie. La tolerancia, diría que consiste, de entrada, en no confundir un error intelectual con un error moral. También es que tú puedas hacer lo que quieras y ser lo que quieras mientras no invadas mi vida privada y no me molestes a mí. Vive y deja vivir. Pero el espíritu puritano de hoy se lleva mal con eso. La tolerancia es una conquista de la civilización. Y por eso hay que protegerla. En el fondo es como la democracia: en cuanto la das por hecha, ya la estás poniendo en peligro.
¿Cómo es esta “izquierda snob”, como la llama en uno de sus artículos en 'No callar'?
La izquierda snob es en parte una izquierda frívola, de escaparate, de salón, y en parte la izquierda woke. Y yo, como Susan Neiman, creo que la izquierda no es woke. Yo creo en una izquierda universalista, antipuritana, antiidentitaria, antitribalista, antiautoritaria, que reivindica los valores originales de la izquierda: la igualdad, la libertad, la fraternidad (valores que a menudo entran en conflicto y que hay que equilibrar). En política, yo soy partidario del aburrimiento, de un aburrimiento escandinavo, o como mínimo suizo. Y por eso soy partidario de lo más aburrido que existe, que es el socialismo democrático. Décadas de aplicación de políticas socialdemócratas han creado, en el norte de Europa, en los países escandinavos, las sociedades más libres, prósperas e igualitarias. A eso aspiro yo: a convertir España en una Noruega con sol, Mediterráneo y tapas.
¿Siente que su literatura es política?
No, si por literatura política se entiende literatura pedagógica o propagandística. Contra lo que predica el malentendido o cliché literario más arraigado de nuestro tiempo, según el cual la literatura no es útil –apenas un juego sofisticado sin trascendencia alguna–, yo creo que la literatura es ante todo placer y conocimiento, y por lo tanto es utilísima. Lo que pasa es que solo es útil si no se propone serlo. En cuanto se propone serlo, se convierte en propaganda o pedagogía, y deja de ser literatura (al menos, buena literatura) y deja de ser útil. Ahora bien, si por literatura política se entiende una literatura que atañe a la polis –es decir, que nos atañe a todos–, entonces ojalá la mía lo sea. Toda gran literatura lo es.
Europa superó una campaña electoral donde todos los partidos políticos se atribuían la defensa de la libertad.
No hay que permitir la prostitución de valores esenciales. La libertad no consiste en hacer lo que a uno le da la gana. Eso no es libertad, eso es la ley de la selva. La libertad tiene límites. La libertad absoluta lleva a la barbarie, igual que la justicia absoluta puede ser la más absoluta de las injusticias. Lo esencial, como decía antes, es encontrar un equilibrio de valores: la máxima libertad posible combinada con la máxima igualdad posible; por ahí vamos a una sociedad donde se puede vivir. Lo bueno llevado al extremo a menudo se convierte en malo, y la libertad absoluta degenera en caos absoluto: yo no puedo saltarme un semáforo en rojo o dejar de pagar impuestos en nombre de la libertad. Tampoco la igualdad puede ser absoluta; todos somos iguales ante la ley, pero eso no significa que seamos iguales en todo. ¿Recuerda lo que decía Fogwill de Borges? “Él escribe mejor que yo, pero yo veo mejor que él”.
Un novelista también es un ciudadano común y corriente, y es tan responsable como los demás ciudadanos de lo que ocurre en la polis.
Ha sido muy crítico con el independentismo en Cataluña, el lugar donde vive desde hace tres décadas. ¿Qué perdió por alzar su voz?
Perdí amigos, lectores, el tiempo, por momentos amargué la vida de las personas que más quiero y que sufrieron las consecuencias de mi incapacidad para callarme, tiré a la basura una parte importante de mi vida. Pero lo hubiese pasado peor si no hubiese hecho lo que hice, si hubiese guardado silencio o me hubiese hecho el sueco... Milan Kundera decía que un novelista nunca debe opinar de política; la razón es que, si opina de política –sobre todo en un contexto muy tenso y polarizado–, sus novelas pasan a ser interpretadas bajo el prisma de sus ideas, lo que es un desastre, porque lo más importante, complejo y profundo que tiene un novelista no son sus opiniones, sino sus novelas. Kundera tenía razón: opinar sobre política es malo para la recepción de la obra de un escritor, pero, al mismo tiempo, no tenía razón: porque un novelista también es un ciudadano común y corriente, y es tan responsable como los demás ciudadanos de lo que ocurre en la polis.
¿Cuál debería ser entonces el rol del intelectual en la actualidad?
Reconozcámoslo: el sustantivo ‘intelectual’ no suena muy bien. A estas alturas, solo un bobo engreído diría de sí mismo: soy un intelectual, y, sin embargo, ¿qué es un intelectual? Es simplemente alguien que ha adquirido una cierta notoriedad en su trabajo y que participa del modo que fuere en el debate público. Por supuesto, no todos son iguales ni tienen el mismo valor o influencia. De joven, yo detestaba la palabra, me reía de ella, pensaba que mis ídolos –Borges, Kafka, Proust, Joyce– no habían sido intelectuales, habían vivido en una torre de marfil y demás. Falso de toda falsedad: ninguno de esos escritores vivió en ella, todos se preocuparon de lo que tenían a su alrededor. La palabra ‘idiota’ viene del griego idiotes, que significa ‘persona que solo se ocupa de lo suyo y se desentiende de lo común’, es decir, de la política. Un intelectual es lo contrario de un idiota. ¿Un novelista paga un precio opinando sobre política? Sí, pero es preferible pagarlo que ser un idiota. Además, si sus novelas son buenas, harán su camino.
Las novelas no aportan certezas históricas sino preguntas existenciales y porque, desde Cervantes, su instrumento esencial de conocimiento es la ironía, que nunca dice ni sí ni no, ni blanco ni negro, sino sí y no, blanco y negro al mismo tiempo.
Pero también hay intelectuales o pseudointelectuales afines al poder, defensores acríticos de gobiernos. ¿Atenta esta posición con la esencia del intelectual?
Totalmente. Atenta contra cualquier idea de integridad intelectual. Cuando se trata de la cosa pública, yo hablo por mí, no hablo en nombre de nadie. Cuando los míos hacen o dicen algo con lo que no estoy de acuerdo, lo digo y cargo con las consecuencias. Creo que esa es la principal condición de una persona decente, si se quiere de un intelectual: ser capaz de decir no a los tuyos. Esto, como digo, te convierte en un incordio, pero es que el intelectual solo puede ser eso: un incordio, un rompepelotas, un aguafiestas, aquel que dice aquello que la gente no quiere escuchar. A veces me gusta pensar que hay gente que, cuando compra un libro mío, me está regalando libertad, me está diciendo: “No pares, sigue siendo un rompepelotas, estoy contigo”. Aunque, claro, hay que separar al novelista del ciudadano (del intelectual, si lo prefieres. El intelectual no es más que el novelista o el escritor en tanto que ciudadano). A veces –casi siempre, de hecho– mis novelas dicen en el fondo lo contrario de lo que dicen mis artículos, porque las novelas operan en un nivel distinto al de la vida, y su función es distinta. Las novelas sirven para dinamitar nuestras certezas más arraigadas, para ponerlas en cuestión.
¿Siente que es más comprendido fuera de España que en su propio país?
No es que lo sienta, es que probablemente es así. Y es normal, no me quejo. Cuanto más te aprecian fuera de tu país, menos les gusta a algunos de tus paisanos. Además, muchos de mis libros tratan de asuntos muy controvertidos en España, como la Guerra Civil o la Transición. Esto explica que me hayan dado muchos más premios fuera de España que en España. El impostor, por ejemplo, armó un revuelo tremendo en mi país. Recibió premios en China, en el Parlamento Europeo y tres o cuatro en Italia, pero en España ninguno. Todo esto, insisto, es lógico. Poco después de que me concedieran en Gran Bretaña el Independent Foreign Fiction Prize (ahora el Booker), el crítico Boyd Tonkin, que presidía el jurado, me dijo que fuera de España mis libros se entendían mejor que en España. Su argumentación fue parecida a la que usa Kundera a propósito de Los dioses tienen sed, un libro de Anatole que trata sobre la Revolución sa. Kundera dice que ese libro se entiende mejor fuera de Francia que en Francia porque el tema de la Revolución es central en la historia de Francia y los ses lo leen buscando qué piensa el autor sobre la Revolución, si está en contra o a favor de Robespierre o de Saint-Just o de lo que sea. Y esa es la peor forma de leer una novela. Porque las novelas no aportan certezas históricas sino preguntas existenciales y porque, desde Cervantes, su instrumento esencial de conocimiento es la ironía, que nunca dice ni sí ni no, ni blanco ni negro, sino sí y no, blanco y negro al mismo tiempo. Así son las verdades de las novelas. Y por eso ponen tan nerviosos a los fanáticos. Que se jodan.
LAURA VENTURA
LA NACIÓN (ARGENTINA) - GDA

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