Si alguna que otra botella ha descorchado ya en este viaje fascinante que es el vino, seguro que más de una vez le ha pasado algo muy parecido a lo siguiente: la etiqueta dice chardonnay y la zona de producción es cálida, así que esperamos muchas notas tropicales, como piña o banano, y poca frescura. Pero ¡oh sorpresa! El vino nos da algunas de esas notas tropicales en nariz, pero en boca tiene una acidez punzante, más propia de un sauvignon blanc cultivado a orillas del océano Pacífico, en algún viñedo costero de Chile o Nueva Zelanda… ¡Algo no cuadra!
¿La explicación? En el mundo del vino, como en toda la industria del alcohol, se usa el ‘maquillaje’. Y eso es especialmente común –y fácilmente detectable, con algo de experiencia– en los vinos ‘de entrada’, o gama más barata. Esos vinos que hoy pululan en las estanterías de los supermercados desde que los nuevos impuestos hicieron del vino un artículo de lujo en nuestro país. Aunque, hay que decirlo, no solo en esos vinos.
Estas ‘correcciones’, como las llaman los enólogos, son legales, no son nocivas para la salud y no se consideran como una trampa o un engaño al consumidor.
De hecho, un enólogo no solo puede, sino que debe entrar a corregir ciertas deficiencias en un vino cuando así lo estime necesario. Es parte de su trabajo, y para ello cuenta con una batería de herramientas muy amplia. Ácido tartárico, para corregir acidez; chaptalización (prohibida en algunos países), o añadir azúcar por distintas vías (mosto concentrado entre ellas), para aumentar el grado alcohólico o como una manera de tapar defectos; manoproteínas, para reforzar la estabilidad, estructura y la parte olfativa; taninos (sí, se pueden comprar y añadir) y duelas, chips o polvos de madera, para simular un paso por barrica, son solo algunos ejemplos.
El problema es que, así como hay personas que hacen del maquillaje un arte de sutileza, sobriedad y balance que nos
puede dejar con la boca abierta,
hay otras que lo llevan al
punto de un adefesio.
Hay sus razones
¿Y por qué pasa esto? Porque en un vino de volumen, esos que se hacen con muchos kilos de uva por hectárea, se necesitan a menudo varias de estas y otras correcciones para equilibrar, homogeneizar y lograr una calidad aceptable. Y porque –para poner otro ejemplo ilustrativo– nadie puede esperar que una bodega que exporta a 2 o 3 dólares una botella se gaste entre 800 y 900 euros por barrica de roble francés nueva para una crianza excelsa de un vino de mesa que básicamente se vende por su buena relación calidad-precio. Simplemente, las cuentas no darían.
El problema es que, así como hay personas que hacen del maquillaje un arte de sutileza, sobriedad y balance que nos puede dejar con la boca abierta, hay otras que lo llevan al punto de un adefesio. Y pasa lo mismo con algunos vinos. Atraídos en buena parte de los casos por los afanes del mercadeo, no sobra la bodega a la que se le va la mano en el dulzor porque al mercado que se dirigen sus vinos es de ‘paladar dulce’, o en los polvitos de ‘roble’, porque en su destino la madera es sinónimo de buen vino. O en el tartárico, porque los vinos frescos están de moda.
Que nadie se escandalice. Son segmentos de mercado. Por eso una de las cosas más bonitas del vino es cuando una etiqueta sin grandes alcurnias logra brillar por su calidad y honestidad. Existen. Están ahí. Solo hay que buscarlas y, claro, celebrarlas. ¡Salud!
Víctor Manuel Vargas Silva
Editor de la Edición Domingo de EL TIEMPO
En instagram: @vicvar2