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Charla íntima con el 'Messi de los vinos argentinos'

Entrevista con el enólogo Alejandro Vigil, el más famoso del país y cabeza de Wines of Argentina.

Alejandro Vigil, el enólogo más famoso de Argentina.

Alejandro Vigil, el enólogo más famoso de Argentina. Foto: Juan Pablo Soler. La Nación. ARG.GDA

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Ponte unas zapatillas, que nos vamos”, conmina Alejandro Vigil, el enólogo top de Argentina que hace años, en estas mismas páginas, fue apodado el ‘Messi de los vinos’. Lo que sigue no es una entrevista. Es una road movie: una película de carretera.
En el camino, la señal FM de la camioneta se corta, por momentos, amenazada por la inmensidad salvaje de esta tierra y estas montañas que hierven, como todo en un marzo atípicamente abrasador. La mano derecha del enólogo busca a tientas en el dial algún sonido limpio y persistente mientras avanza, con la vista clavada al frente y la izquierda en el volante, levantando polvo por los caminos de Mendoza.
Es una rutina que repite a diario, así sea martes o domingo, la de sumar números al cuentakilómetros en su marcha de un viñedo al siguiente para ver “cómo está todo”, como si fuese un médico en ronda.
Para ser Alejandro Vigil hay que levantarse todos los días a las 4:40 de la mañana, tomar mate y leer, “porque después no vas a parar más”. Pasadas las 7 hay que llevar a los chicos a la escuela y, ahí sí, lanzarse al recorrido.
Manejar y manejar, a veces tanto como hasta Gualtallary, a 1.450 metros de altura sobre el nivel del mar, o incluso más allá, a La Consulta. Y, aunque llueva o haga un calor endemoniado —como hoy—, hay que parar el motor, bajarse del vehículo y adentrarse entre las viñas, incansable, como un rey en sus dominios; como un animal en su jardín primitivo.
“Pobrecitas, cómo sufren”, se lamenta el hombre cuyas manos toman entre sí las hojas verdes de vid, ensimismadas por la temperatura sofocante. “Se doblan así porque no quieren perder más agua… Hay que cosechar ya”.
Para Vigil, ingeniero agrónomo de la Universidad Nacional de Cuyo, “socio y amigo” de Adrianna Catena en la bodega El Enemigo y actual presidente de Wines of Argentina, nunca hubo alternativa. Lo bueno es que lo supo desde siempre, desde esos veranos de la infancia en los que se iba a ver a su abuelo materno, en San Juan, donde tenían un parralito de malbec con criolla y hacían vino. “Pasara lo que pasara, era esto”, sentencia.

O sea que el destino estaba marcado…

Absolutamente. Hay una palabra que ahora se usa mucho en este mundo, el terroir… Si me vienen con la definición teórica, yo no la entiendo, pero en la práctica, sí. Para mí, se trata de la experiencia centenaria de cultivar viñedos y elaborar esas uvas en un determinado lugar. Y lo importante es el conocimiento adquirido. Por eso yo hoy estoy acá.

¿Entonces, para usted el terroir no es tanto el lugar, sino el hombre?

El terroir es el hombre, porque el hombre interpreta el paisaje y lo pone en la botella. Vas viendo las hojas y entiendes qué está pasando. Y, al caminar los viñedos, sabes qué va a pasar. Sin esa experiencia, transmitida de una generación a otra, no hay vinos, aunque los suelos sean maravillosos. Una vez tuve una oferta importante para irme a California. Con María (su esposa) lo pensamos. Y nos quedamos acá. No me veo fuera de este circuito. No lo entendería. Nuestro mundo es este.

Y su vino no sería igual…

Claro. Porque cuando los vinos dejan de tener las huellas dactilares de quienes lo hacen, son del viñedo. Por eso me es muy difícil pensar en hacer vino en otro lugar del mundo, porque yo he comido otra cosa, absorbido otra cultura y vivido de otra forma.

¿Cómo lo ha cambiado la vida profesional?

Mi vida cambió cuando dejó de ser ‘vida profesional’. Esa separación no existe. Yo no entiendo a los que dicen ‘trabajo 8 horas para después vivir’. Entonces, ¿una parte del día estuvieron muertos? Lo que a mí me cambió fue la paciencia. Ya no quiero que crezca rápido el viñedo, sino al ritmo que tiene que crecer. Antes quería ver siempre el final de la película. Después empecé a pensar: ‘Esta planta, cuando me dio uvas, tenía las raíces a 10 centímetros, pero en 30 años, las va a tener a cuatro metros y el vino va a ser distinto’. Y no puedo hacer nada. Solo esperar. Así es el camino.
* * *

De jazz y viejas enojadas

Alejandro Vigil, enólgo argentino.

Alejandro Vigil, enólgo argentino. Foto:Juan Pablo Soler. La Nación. ARG.GDA

Es tiempo de seguir la ruta. De vuelta en la camioneta, Vigil, el Ale, como lo llaman todos acá —todos los que no le piden una selfi o el autógrafo en una botella, claro—, canta, tamborilea sobre el volante y mueve la cabeza al compás, ahora, de un tema recontraochentoso de Huey Lewis and the News. El sol va bajando. Súbitamente, el verano se vuelve más amigo.
“Welcome to the pirámide”, dice, apenas cruzar la entrada que lleva al corazón de la bodega Catena Zapata, que es propiedad de la familia desde 1902. Después, mientras avanza, la sucesión de saludos al personal se confunde con el crujir de los pasos sobre la tierra seca y el pedregullo hasta entrar en el edificio, donde una mujer de mirada amable sale a dar la bienvenida. “¿Me alcanzas una copa, por favor?”. El cristal llega y Vigil enfila hacia el depósito de fermentación, que huele a una mezcla entre prometedora y desagradable de fruta madura y alcoholes, donde el vino puede pasar desde dos días hasta 30, explica, según el caso.
“Algunos necesitan estructurarse; van a estar más tiempo. Otros ya nacen estructurados, entonces rápidamente hay que sacarlos. Todo depende de su personalidad. Este, por ejemplo —describe, mientras abre la llave de un tanque y asoma un fluido dulce, rosado—, es un amiguito. De acá, en cambio —abre otro— sale sangre. ¿Y este?”, se pregunta cuando gira el grifo de un tercero y brota una cascada renegrida. “Este es una vieja enojada… (risas)”.
En algún momento, estos gigantes de acero inoxidable donde el mosto se vuelve vino tenían nombres de músicos de jazz o de bandas de rock. ‘Tráeme un los Ramones 2011’, pedía el enólogo entonces. O un Charlie Parker. “Los iba catalogando así, por su sensibilidad, su impacto. Un Charlie Parker siempre es meloso al inicio, pero después te deja un tono largo. El Billie Holiday tenía pomposidad, carácter, pero finalmente pasa… Como un primer amor. Y un Dizzy Gillespie era un vino de zona fría, con acidez, turgencia, filo… Tonterías que hacía, no más”, se excusa.

Algunos músicos se lanzaron a hacer vino. ¿Qué piensa de eso?

Me quejo un poco, porque esto es una forma de vida y tienes que tener un concepto. Agarrar un vino que viene de cualquier lado, que lo ha sentido otra persona, porque lo plantó, lo pensó y lo hizo desde una cierta mirada, y estamparle tu nombre, no es nada. Porque no eres tú.

Su vino se llama El Enemigo y su restaurante está inspirado en la Divina Comedia. ¿Por qué?

Porque es lo que pienso de la vida. La Divina Comedia te interpela sobre tus elecciones: ¿quieres vivir en el cielo, en el infierno o en el peor lugar de todos, el purgatorio? Es una posición. Hay gente que toma la felicidad. Otros viven en la introspección permanente del dolor. ¿Te hace feliz ser infeliz? Bueno, adelante. Pero los peores son los que no saben lo que quieren. Ese es un problema: no preguntarse dónde quiere uno estar.

Y, el enemigo, ¿quién es?

Eso viene de un momento increíble. En 2001 yo entro en Catena y, a los dos meses, Nicolás Catena me pide que arme un blend del vino emblema. Era muy jugado, pero yo lo hice como me gustaba a mí. Siempre pienso que la forma más pura de hacer algo es como un niño: ignorando el peligro, el statu quo… Así fue. En la degustación a ciegas, ganó mi corte. Pasa el tiempo, yo decido hacer mi propio vino y no sé qué nombre ponerle. Entonces Nicolás Catena, quien es mi mentor, me recuerda esa situación: ‘¿Cómo hizo usted el vino para aquella degustación?’. ‘Como un niño, jugando’, le respondí. ‘Bueno, ahí tiene: el miedo es el peor enemigo del hombre. Es el origen del no hacer. Póngale ‘enemigo’, para recordarlo siempre’.

Los antiguos cabalistas hablaban del oponente. ¿Está vinculado con eso?

Bueno, yo tengo una parte judía, sefardí. Mi abuela materna era judía. Y de ahí nacen ciertas miradas. Los Vigil, por otro lado, son celtas, provienen de Escocia. A mí me gusta estudiar los temas. Yo me levanto muy temprano y me dedico a estudiar. Leo mucho de filosofías antiguas… Siempre las termino vinculando con la tierra.

¿Es religioso? ¿Medita?

Todo es una meditación. Cuando camino, cuando estoy en los viñedos, cuando paso mucho tiempo en la ruta… Yo tengo una tristeza profunda. No sé bien qué es, pero es profunda. Quiero pensar que es esa memoria genética que tenemos como seres humanos: el dolor de la humanidad. Hay religiones que lo llaman karma… Cuando uno tiene agujeros del alma tiene que aprender a taparlos. Yo tejo (acompaña el verbo con el gesto en las manos), tejo adentro de mí para tapar los huecos. Pero ojo, soy un optimista. Pienso que el mundo está condenado al éxito y que todo es posible.

Y, sin embargo, habla de tristeza y melancolía...

Es que si no sientes la melancolía, tampoco sientes la felicidad. Sin una no está la otra.

Dos perros de la calle

El día siguiente es un domingo, Alejandro Vigil está sentado en un bodegón frente a la plaza de La Consulta —100 kilómetros al sur de Mendoza capital— flanqueado por dos perros callejeros, con un vermut, una tortilla y una cazuela de lengua a la vinagreta sobre la mesa. Para llegar hasta ahí fue necesaria poco más de una hora y media de ruta. Siempre con música de fondo, siempre con reflexiones. Tejiendo, diría él, que el 14 de junio va a alcanzar el medio siglo de vida.

¿Cuál sería el próximo paso en Argentina, pensando en el consumidor?

Necesitamos plantar en más lugares, que nos den productos totalmente distintos. Para sumar más gente hay que sumar diversidad. Acá el criterio empezó a cambiar en los 90, cuando empezamos a viajar y a probar otras cosas. Pero el gran cambio fue ya en la década posterior. Hasta 2000, si uno mira las estadísticas, teníamos plantado más bonarda que malbec. El vino fino era el cabernet; el malbec no se pensaba como de calidad.

¿Era el vino de mesa?

El vino de mesa era de criolla con malbec, que le daba el color. Por eso, cuando presenté el proyecto de zonificación del malbec, me empezaron a tildar de loco, que no se podía. En aquel momento, la mayoría de la gente en la viticultura te decía: ‘esto es así porque ya se hace así’. Daba lo mismo hacer cualquier cosa en cualquier lado. Yo era revolucionario y quería cambiar todo. ¿Por qué el cabernet lo haces distinto que el malbec? Porque son distintos. Cuando eso empezó a cambiar, la gente acompañó el cambio. Pero hubo que darle opciones.

Y le decían que no se podía…

La metáfora de Champaña, en Francia, es hermosa. Es un lugar donde hace frío, llueve, las uvas no maduran. A ellos les decían que no se podía hacer bebida. ¿Y qué hicieron estos locos? ¡Champagne! (Risas). Cosecharon antes y trascendieron esa limitación. Uno de los vinos más caros del mundo viene de un lugar donde no se podía hacer vino. Todo se puede. Aun así, hay gente que se resiste a creerlo.

Y en cuanto a políticas, ¿qué se necesita para el sector?

Lo más importante es que nos volvamos sustentables como actividad. Y el principal aspecto de la sustentabilidad es que la gente que trabaja en esto viva bien. Eso no es costo, sino inversión. Pongo el caso de España. El viticultor cobra, digamos cualquier número, 400 por el kilo de uva. La bodega paga 200. Los otros 200 los paga la Unión Europea. ¿Por qué? Porque quiere que la gente se quede en el campo y viva bien. No sé si pido tanto acá. Pero en economías regionales, donde una inversión pequeña tiene un impacto enorme para quien la recibe, hay que hacerlo. Hay que mantener el campo funcionando.

Ha dicho que el vino se toma para festejar. Pero no todo el mundo lo toma en momentos de alegría…

Entonces no es vino. Ahí estás tomando alcohol. El vino es cercanía, amistad, experiencia. Y el alcohol es otra cosa. En el vino se busca un vínculo, compartir, soñar con cambiar las cosas.
* * *
Hay que volver. Antes de que caiga la noche. Cuenta que tiene que estar en casa para ayudar a su hija con una tarea de inglés para el colegio. Mañana, a las 4:40 lo espera el mate. Después, la camioneta, la música, la tierra. Sentir otra vez en la piel las hojas y los frutos de su edén.
VALERIA AGIS
LA NACIÓN (Argentina) - GDA

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