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Andy Cherniavsky, la gran fotógrafa del rock argentino de los años 80

Andy cuenta cómo hizo para que las grandes estrellas de la música sucumbieran ante su cámara.

"Andrés fue un gran, gran amor. Yo me enamoré de él perdidamente y a primera vista", cuenta Cherniavsky.

"Andrés fue un gran, gran amor. Yo me enamoré de él perdidamente y a primera vista", cuenta Cherniavsky. Foto: Ignacio Coló. La Nación.

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“Adelante”, invita desde el citófono una voz femenina que alarga las vocales y suena como cantada. Así: aaaadeeeelaaaanteeee. Cuando el portón negro corre y se dibuja al fin el contorno de una casa, el pelo rojo eléctrico de Andy Cherniavsky asoma desde la puerta entreabierta. “Qué calor hace, ¿no?”, pregunta, con la vista disparada al cielo. “Yo creo que se viene el agua”.
Pero el día está despejado, el termómetro revienta y es imposible no advertir con cierta lascivia esa piscina que aparece al fondo como un oasis palermitano, recortada de azul entre un jardín exuberante, justo detrás de esas pilas de cajas y maletas que, dice ella, son la evidencia de dos mudanzas en paralelo: la de su madre –recién llegada– y la de su hija –a punto de irse–. “Esto es un caos”, se disculpa. “Vamos a la oficina”.
Dos pisos arriba, la oficina es tan amplia, blanca y perfecta –las paredes coronadas con un festín de imágenes de su archivo– que amerita un ascenso de categoría. Es un estudio, podría pensarse, aunque no literalmente uno apto para grandes producciones. Su propietaria, esta mujer de cuerpo delicado y grácil a la que todos llaman ‘la fotógrafa del rock argentino en los 80’, también merece un cambio de jerarquía.
Pionera, o adelantada, aparecen como intentos de definición para una artista que ocupó desde muy joven un espacio –al costado, o pegado a los escenarios– por entonces reservado con exclusividad a los varones.
Pero no, no alcanza. Andy Cherniavsky es una sobreviviente. He aquí sus credenciales: resistió una infancia en condición de desamparo, el temprano abandono de sus padres, la muerte de su hermano adolescente, la experimentación de su madre (la psicóloga Martha Berlin) con el LSD y el nudismo, la locura de la década musical más desaforada del país, las peleas a la salida de los recitales, la irrupción del sida en sus círculos próximos y –casi trivialidades– el infausto show de The Cure en Ferro en 1987, una larga convivencia de amigos con Charly García y diez años de romance con Andrés Calamaro.
“A veces siento que tengo mil vidas”, se anticipa ella a cualquier pregunta. “Creo que hay una Andy hecha pelota, deshecha, y otra batalladora y fuerte, que logró salir adelante, sola”.
Resulta que no hay nada más ajeno a esta historia que ese cliché de la niñez soleada, alegre y con gusto a caramelos. La primera instantánea fatídica, en su memoria, es esa en la que su padre (el realizador y productor cultural Daniel Cherniavsky) reunió a la familia en la sala de esa casa enorme en Vicente López que les habían regalado sus abuelos, y anunció el proyecto de montar ahí mismo un colegio, con jardín de infantes, colonia de vacaciones y hogar para pupilos.
“De repente, hubo una invasión; gente por todos lados, profesores de pintura, de natación, los cuidadores de los chicos. Mucho bullicio, pero mucho, mucho”, insiste. “Yo era una nena que no entendía cuál era su lugar ahí, que no tenía una vida familiar normal. Todo era muy grande, y yo muy pequeña. Como mecanismo de defensa, me escondía. Fue una época de una soledad terrible”.
¿Cómo manejaban la situación sus padres?
Me pasa algo muy loco. Cuando vuelvo a mi infancia, me acuerdo de todo, menos de mis viejos. Básicamente, porque no estaban. Mi mamá estudiaba psicología, fue una de las primeras mujeres en la carrera; era 1960. Mi padre vivía dedicado a la cultura (dirigía el Centro de Artes y Ciencias, un espacio vanguardista por el que pasaron Pappo’s Blues, Chico Buarque, Astor Piazzolla y Santana, entre otros).
Eran dos personas que estaban rompiendo con todos los esquemas tradicionales de una familia judía de esos tiempos, que si bien no era ortodoxa, adhería a muchas formalidades... Y, claro, en los años 60 empezó esa gran búsqueda de libertad, a la cual mis viejos se sumaron (...).
¿Recuerda qué pensaba en esos días?
Recuerdo que no sabía qué carajo hacer... Estaba a cargo de la casa y de mi hermano menor. Era durísimo. Mis tíos y abuelos estaban presentes, pero cada uno tenía su trabajo, sus obligaciones. Con Ari, al menos, seguíamos yendo al colegio. Pero un día él decidió abandonarlo. Ahí me desbordé. Me tiré en la cama a llorar sin consuelo; “No sé más qué hacer”, repetía... Al terminar la escuela, empecé a estudiar psicología. Ahí es cuando Ariel viaja a España.
Yo tenía 18, estaba muy enamorada de Dani, que había sido compañero del colegio, y no me animaba a dejarlo para irme a Europa. Entonces mi hermano se va solo, y muere. Acá queda su cuarto vacío. Para animarme un poco, una amiga me invita a hacer un curso de fotografía. Conseguí una Voigtländer recontravieja, así que acepté. Y a esa habitación que había dejado Ariel se muda el hermano mayor de mi noviecito”. Un tal Charly García.
Cuando el hermano del noviecito apareció para ver el cuarto disponible, la anfitriona tragó saliva. El tipo alto, flaco y pelilargo era uno de los dos que colgaban en la pared de su dormitorio desde el póster de Sui Generis.
Yo tenía el disco Vida, tenía el afiche –una emblemática imagen tomada por la fotógrafa Ada Moreno– y estaba enamorada de estos dos tipos y sus canciones. Lo paradójico es que desconocía el parentesco entre mi novio y él. Mi chico era Daniel García Moreno, un compañero de la secundaria. Charly era Charly García, un grande”.
Entonces el artista se mudó a la casa de la fan...
¡Claro! Yo era fan de la música, de la onda, de ese clima nuevo que se empezaba a vivir... Pero fue uno de los momentos de mayor pudor en mi vida. Cuando lo vi a él ahí parado, pensé: “Corro al cuarto y descuelgo ese póster ya mismo”. Al final, no lo quité. Charly recorrió la casa y lo vio. ¡Qué momento! (Risas).
Y el encuentro con la cámara, ¿fue amor a primera vista?
Creo que me enamoré más del cuarto oscuro. Era un espacio en solitario, donde podía ensayar sin la mirada de los otros encima. El curso había durado tres meses, era muy básico, y acá aún no había escuelas donde hacer la carrera de Fotografía. Eso me inhibía; en mi familia no estaba bien no tener un título.
¿Cuál fue su primer trabajo como fotógrafa?
Sacar fotos en las plazas. Yo necesitaba ganar dinero para vivir. Entonces empecé a ir a los parques, a tomar fotos de las mamás que estaban ahí con sus niños. En la mañana hacía el recorrido, en la tarde revelaba y al día siguiente me iba a entregarlas.
Los 80: mucha exposición.
El 31 de diciembre de 1979, Andy Cherniavsky arrancó la última hojita del almanaque y tiró a la basura la palidez de la soledad. El cambio de década fue un rito de pasaje: chau desconsuelo de abriguito y zapatos europeos. Hola hombreras, melena de rulos desordenados, brillo, colores saturados. Era el rock-rock-rock en su forma de ser, como decía una banda new wave recién salida de La Plata.
Un año antes, la revista Periscopio había publicado su primera foto profesional de un músico: John McLaughlin, en el Festival de Jazz de San Pablo, una ciudad que estaba en el mapa de la incipiente artista gracias a su padre, exiliado en Brasil después de una amenaza de bomba en su oficina, y a los Serú Girán, que habían alquilado ahí una casa inmensa para trabajar en su primer disco... “Mi primer show fue, de casualidad, en las auténticas ligas mayores: Dizzy Gillespie, Chick Corea, John McLaughlin.
Yo no tenía la más mínima idea de lo que estaba haciendo, pero me lanzaba. Los Serú iban al festival y me prendí para sacar fotos, de caradura. De regreso, las ofrecí y Periscopio se interesó. Yo estaba tan emocionada... Fui corriendo a comprar la revista, y la foto había salido publicada sin mi nombre. Me quería matar. ¿Quién iba a creer que era mía? ¡Nadie! Pero fue un puntapié; me motivó a seguir en la música”.
La época acompañaba. El rock nacional explotó y la estética empezó a ser importante para las bandas.
¡Totalmente! Aunque, muy al principio, los grupos no tenían vestuario, ni escenografía ni maquillaje. ¡Yo tampoco tenía nada para trabajar! Armaba mis focos con cajas de icopor en las que metía unos flashes básicos, pero hacía maravillas... Recuerdo que Los Twist evitaban el jean y la camiseta; compraban sacos negros en lugares de segunda mano, en asilos. Y Federico Moura tenía glamur propio. Ya a mediados de la década se hizo más fuerte la búsqueda de un estilo, para todos.
¿Ahí empieza a trabajar para la revista Rock & Pop, de Daniel Grinbank?
Yo ya trabajaba con él en DG Discos. Ahí se cocinaban los álbumes, se firmaban contratos, se organizaban conciertos. Luego había que hacer las fotos de prensa, las tapas de esos discos. Y para eso estaba yo... Después, cuando arrancó la revista (el primer número se publicó en octubre de 1985), empecé a cubrir shows en vivo...
¿Y le pagaban lo mismo que a sus colegas varones?
Creo que sí... ¡Básicamente, porque en esos tiempos no le pagaban a nadie! (Ríe). Ahí cada uno pasaba su presupuesto; y yo era la fotógrafa de la Rock & Pop.
(...)
¿Cómo se sentía en ese mundo muy de tipos?
Me daba pudor. En realidad, nunca me sentí discriminada por un músico ni por un colega, pero el patriarcado estaba en mi cabeza (...) quería tener un lugar. Me lo hice sola y como pude, a pesar de mis miedos. Mi bagaje negativo pesaba mucho. Pero Charly me dio un gran espacio, siempre.
Finalmente, eran tiempos de cosecha. Las tapas de Hotel Calamaro; Cachetazo al vicio, de los Twist; Me vuelvo cada día más loca, de Celeste Carballo, y hasta la de Peperina, de Serú Girán... además de decenas de otras fotos icónicas para campañas de prensa y medios de rock, ya habían entrado en su archivo. Y, ahora sí, llevaban su nombre.

Estatus de amigos con Charly García

“Eso fue más bien una fascinación; ¡encuentros furtivos y -pasionales! Los dos estábamos mal, a punto de separarnos de nuestras parejas de ese momento... Y eran los 80, todo era un entrevero. Nunca se nos cruzó por la mente ser una pareja; sin embargo, era hermoso lo que nos pasaba".
Por ejemplo, nos encontrábamos el 24 de diciembre a las 2 de la tarde a brindar ¡en un motel! (Ríe). Nunca hablamos de cómo era la situación, simplemente era. Al poco tiempo yo empecé mi relación con Andrés, y tres días después estábamos todos juntos. No había nada que explicar. Estaba todo bien, siempre”.

Por mirarte

Una tarde de 1981, Andy fue convocada a una reunión con Los Abuelos de la Nada. Después de unas horas y algunas buenas fotos espontáneas, los músicos saludaron y se fueron, a excepción del dueño de casa, Andrés Calamaro, que se sentó al piano, la miró a los ojos como pudo y arremetió con esa declaración de amor perfecta hecha bolero: Hace falta que te diga / que me muero por tener... “Andrés fue un gran, gran amor. Yo me enamoré de él perdidamente y a primera vista, pero tardamos mucho en concretar, porque éramos muy tímidos".
"Fue la pareja más larga que tuve, genuina y hermosa. Los dos estábamos muy enamorados, y así nos sentimos durante los casi 10 años de convivencia”, cuenta la destinataria de esa versión –“delicadísima”, define– de Algo contigo, original de Chico Novarro.
“Teníamos nuestra casa, los gatos, íbamos a almorzar con su mamá los domingos. Era una vida muy normal, pese al ámbito en el que nos movíamos. Hasta que un día él viajó a España, pensando que iba a ser por dos semanas...".
“Un par de años después, tuve un ataque de locura cuando me enteré, por (el escritor) Rodrigo Fresán, de que Andrés se casaba. Entonces saqué todo de casa. Tuvo que venir su hermano Javier con un camión de mudanzas, porque hasta un piano había.
Ahí aparecieron las famosas Grabaciones encontradas (ese fue el nombre con el que Calamaro las editó en varios volúmenes a partir de 1993); las tenía yo en un ropero. Mucho después nos reunimos y hablamos de todo. Ahora hace mil años que no veo a Andrés, pero es como si fuéramos familia. Sigo pensando que es talentosísimo y que se merecía todo lo bueno que le ocurrió.
Cuando los 80 se agotaban, dos realidades obligaron a Cherniavsky a cambiar el enfoque: la cadena de muertes cercanas (Luca Prodan, Miguel Abuelo, Federico Moura) y una escalada de violencia en los shows que convertía el trabajo en un infierno... “Fue demasiado. Un día pensé no va más. No cubrí más recitales. Ya no había clima de alegría”. Calamaro lo volvió música en Adiós amigos: En rigor de verdad, la fiesta ya terminó.
Dijo basta de rock y poco después fue madre (de su única hija, Liza).
Sí, fui mamá en el 93. Lo disfruto, soy una madraza, pero empecé de grande... Me hubiera gustado hacerlo antes...
Pasaron horas; la charla empieza a buscar su desenlace. La fotógrafa cuenta que todos los días sube a su oficina y revisa. Siempre revisa, y siempre encuentra. “Yo trabajé en moda, en publicidad y en muchos ámbitos, pero en mis carpetas de rock siguen apareciendo cosas increíbles. Pienso que, cuando yo no esté más, estas fotos van a seguir acá como un pedazo de nuestra historia. Yo soy mortal, pero mi archivo tiene vida eterna”. Ahí está el remate. Finalmente sí, llueve –Andy Cherniavsky tiene razón, la paráfrasis sale sola–. El colorido, como los 80, queda atrás. Palermo es una postal en blanco y negro.
VALERIA AGIS
LA NACIÓN (ARGENTINA) - GDA

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