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La amable figura de Consuelo Luzardo
Hace 60 años comenzó una legendaria carrera artística en el teatro y la televisión colombiana.
Consuelo Luzardo nació en Bogotá, en 1945. Fue protagonista de verdaderos clásicos de nuestra pantalla. Foto: Pablo Salgado
La tía Cena era una señora artrítica y gorda que llevaba veinte años metida en una cama. Para interpretarla, en la telenovela Caballo viejo, Consuelo Luzardo tenía que meterse en un cuerpo hecho en láminas gruesas de espuma de colchoneta que la hacía sudar como si estuviera entre un sauna. En la memoria colectiva de los colombianos que vieron la serie quedó grabada una escena en la que, en el calor de Cereté, unos ‘cargacameros’ la sacaron de su casa en su lecho como si fuera un paso de Semana Santa. Ellos iban en una dirección y, en sentido contrario, se apareció una chiva. No había espacio para que el uno cruzara al lado del otro.
Empezó una discusión y, finalmente, decidieron que si el ‘bus-escalera’ no retrocedía, entonces iban a pasar por encima. Así estaba escrito el libreto. Se suponía que avanzaban, que amagaban para subir por la nariz del vehículo y paraban. Pero la orden de corte del director nunca llegó. Así que siguieron el trayecto, la pasaron por encima y, sin más, quedó una de las imágenes más recordadas y delirantes de la televisión colombiana. Puro realismo mágico en la pantalla chica. La producción se llevó un premio Ondas en España y Consuelo, entre otros reconocimientos, obtuvo el premio Simón Bolívar a mejor actriz protagonista en 1988.
“Uno espera que llegue un personaje que tenga un espesor dramático, que tenga una exigencia. Es un poco masoquista el ejercicio, porque mientras más sufra uno, se preocupe y se angustie, más dichoso se siente”, asegura Consuelo Luzardo, en el escenario del Teatro Nacional Fanny Mikey, mientras transcurre la sesión fotográfica para esta entrevista.
Como actriz, la apasiona poder ser todas las mujeres que ella no es. Sin juzgar a sus personajes, por el contrario, preguntándose la razón de ser de cada uno, los interpreta desde el corazón, y así ha ido dándoles vida a papeles que interioriza, construye y proyecta, y que generan recordación en el público.
Consuelo Luzardo nació en Bogotá en 1945. Se crió en el Parque de la Independencia. A los tres años, ya estaba asistiendo a las funciones en las que proyectaban películas de Disney en el Teatro Faenza y, cada vez que podía, su mamá la llevaba a ver producciones del Real Ballet de Londres y de otras grandes compañías internacionales en el Colón.
A los 12 años –siguiendo el camino espiritual de su madre– estudiaba astrología y cábala y hacía hatha yoga. Era bastante introvertida y poco amiguera. Su tía Leonor Luzardo le decía a su mamá: “Lleve a esa chinita a un psicólogo. Uno no puede ser así de acomplejado y de tímido en la vida”. Su papá decidió no llevarla porque, según Consuelo, consistía en obligarla de alguna manera a necesitar ese bastón para el resto de sus días. “Entonces el psicólogo se quedó en veremos. A mí me debía de parecer lo mismo porque hasta ahora me lo he brincado”, dice.
Actuaba, barría, hacía reflectores con las latas de Saltinas Noel y preparaba café, porque nos llamábamos Café Teatro Experimental La Mama
Recuerda haber visto en cine la muerte de la mamá de Bambi, el camino amarillo que conducía a Ciudad Esmeralda en El mago de Oz y amar a Judy Garland desde siempre. Cuando asistió a una función de El lago de los cisnes sintió que levitaba y se levantaba de la silla, se deleitaba con la magia del espectáculo del escenario y de la cinematografía. No en vano, en 1959, a los 13 años, cuando vio en el periódico EL TIEMPO un aviso que anunciaba una convocatoria de la Escuela Nacional de Arte Dramático, supo que su destino era asistir a esas clases de historia de arte y del teatro y a los talleres de expresión corporal que mencionaban en el recuadro. “Yo de loca, porque no tenía referencias cercanas. Cuando no hay alguien de la familia o un amigo muy cercano que lo haya hecho uno no sabe qué es eso. Pero yo quise”, recuerda.
Aunque llegaba del colegio a tomar onces en la casa, cambiarse el uniforme y salir corriendo a las clases que comenzaban a las seis de la tarde y regresaba a las diez de la noche con pocas ganas de sentarse a hacer tareas, contó siempre con el apoyo de sus padres y así comenzó una carrera que cumple 61 años ininterrumpidos.
En la Escuela, dirigida por Víctor Mallarino Botero, encarnó a los 14 años a la criada de La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca, y a los 15 debutó en la televisión en vivo en la serie Hogar, dulce hogar. Montó obras de teatro con Santiago García; le tocó el asesinato de John F. Kennedy mientras trabajaba en Todelar; fue locutora de comerciales; hizo radionovelas; fundó con Kepa Amuchástegui el teatro La Mama; durante 15 años actuó en televisión en directo; pisó las tablas del teatro experimental y comercial, trabajó en agencias de publicidad en el área de producción y desde hace seis años preside la Academia Colombiana de Artes y Ciencias Cinematográficas.
A finales del 2018, interpretó en teatro a Bernarda Alba en la obra Las mujeres de Lorca, dirigida por Víctor Quesada. El año pasado grabó tres series, y este año se prepara para un cortometraje que también dirigirá Quesada. Siempre ha tenido trabajo 18 horas al día, se considera workaholic y maneja su agenda minuto a minuto. “Ahora que me toca de jurado y que puedo hacerlo en mi casa, en pijama, los fines de semana me levanto, desayuno, leo el periódico, me lavo los dientes y me siento en el computador a ver películas. Y no me canso. Amo. Y con todo eso, si hay una película en cine que quiero ver, me paro la pestaña, agarro el carro y me voy. Años atrás también me iba los domingos a matiné, vespertina y nocturna. Para mí, una pantalla plateada –y he aprendido a ver cine inclusive en el celular– sigue siendo lo que me hace soñar, me encanta, me agarra y me conmueve. Adoro que me cuenten historias y como películas sin ningún pudor, sin medida. Así como adoro comer, me puedo ver ocho películas al día”.
Foto:EL TIEMPO
Antes de dedicarse a la actuación, en su familia alcanzaron a pensar que usted iba a ser arquitecta, como su padre.
En esa época a las mujeres no les hacían mucha fuerza para que estudiaran por no pagar una carrera. Mejor que salieran a casarse, a criar niños y a consentir a un pendejo. Yo quería ser arquitecta, claro que mis matemáticas no me daban para eso.
Aunque su mamá era una mujer de avanzada.
Ella tenía sus inquietudes espirituales, que eran muy exóticas para la época, porque ahora están de moda todas las disciplinas orientales, las modalidades de yoga, la cábala, la astrología… Mamá comenzó en esto en el año 57, y 30 años después decía: “Pensar que yo antes era como la bruja de la familia y ahora estoy moda”. En esa época era terrible. No se sabía que era peor: que no fuera católica y no fuera a misa o que tuviera budas en la casa. Era complicado. Papá manejaba muy bien la situación porque no era una persona que viviera tan pendiente del qué dirán.
Su primera aparición en televisión fue el programa Hogar, dulce hogar. ¿Cómo fue ese debut?
Yo ni me enteré de que era otro medio. Nosotros, en la Escuela Nacional de Arte Dramático, hacíamos las escenas en el Colón. El día que le propusieron al director, Víctor Mallarino Botero, hacerlo en televisión hicimos lo mismo, solo que no en el Colón, sino en los estudios de Inravisión, en la calle 24. Pero uno no era consciente de eso. Después es que empieza uno a darse cuenta de que es un medio diferentísimo y de pronto llega alguien, un gran maestro, y le enseña a uno a actuar para televisión. Esto sucedió después de diez años. Fue David Stivel.
Cuando terminó las clases en la Escuela Nacional de Arte Dramático, en el 62, siguió haciendo talleres, empezó a hacer radio y montó obras con Santiago García, ¿cómo fue la experiencia de trabajar con él?
Hacia el 63, Santiago era el director del grupo de teatro de la Universidad Nacional. Después Santiago se fue de la universidad con ganas de hacer teatro y con un grupo montamos La Casa de la Cultura, en la carrera 13 con calle 20. Fue una actividad intensa. Trabajé dos años como actriz, montamos, entre otras, La gaviota, de Chéjov, y La metamorfosis, de Kafka. Después todos dijimos que no nos volvíamos meter con Kafka. Quedamos en solo leerlo porque fue un montaje bien complicado. Santiago siempre será mi maestro amado. Él fue el que rompió la inexistencia de teatro colombiano en el mundo en la modalidad de la creación colectiva, que no existía. Y lo hizo con el grupo La Candelaria.
Cuqui era una niña de familia bien bogotana que no sé por qué circunstancia le tocó devolverse de los EE.UU. de arrimada a la casa de sus tíos. Era lo que, en esa época, se llamaban las cocacolas
¿Cómo fue eso de que, mientras estaba en el grupo de Santiago García, usted llegó a una función en ambulancia?
Entonces yo tenía una hernia inguinal. Mi papá estaba en la clínica por alguna cosa más o menos leve y yo estaba allá haciéndole visita. El médico era muy amigo de mi papá, cercanísimo, y mi papá le dijo: “Consuelito tiene una hernia y a veces le duele”. El médico me dijo: “Muestre para acá, mijita”. Me examinó y aseguró que tenían que operarme de inmediato. Yo les dije que no podía, que estaba haciendo teatro, pero me fueron agarrando y operando. Nosotros en esa época estábamos haciendo teatro en La Casa de la Cultura, que era un local tomado en arriendo que costaba cinco mil pesos mensuales. Yo al otro día tenía función y con eso íbamos a pagar. Y pensé: “Me levanto y hago mi función”. Me mandaban en ambulancia a La Casa de la Cultura, hacía la función y la ambulancia me esperaba para volver a llevarme a la clínica. Era con Alí Humar. Yo salía de hacer una escena donde a Gustavo Angarita y a mí, que éramos un par de viejos borrachos, nos caíamos al suelo, nos metían a unos costales y nos arrastraban. Yo salía a la parte de atrás del escenario, Alí estaba ahí y le preguntaba si no se me habría abierto la costura de la operación. No. Nada. No me pasó nada. Mi amigazo, mi compañero de muchísimas cosas en La Casa de la Cultura fue Alí Humar. Después me dirigió en Los cuervos, en el 84.
Los años sesenta fue una década de amplia creación artística en el mundo entero. ¿Cómo era el panorama en Colombia?
En los años sesenta, en las artes plásticas se empezaron a ver unos trabajos maravillosos de escultores y pintores colombianos sacados hacia el público por Marta Traba. Y los escritores también. Se trasciende la literatura costumbrista y empiezan los relatos y las novelas más modernas. Y en la actuación pasaba como con la música. Uno veía lo que estaba pasando en Europa y en los Estados Unidos, y aunque éramos chiquitos y no teníamos tradición teatral y solo teníamos dos escuelas, uno trataba de hacer cosas. Y aquí se montaban las obras. Si el alemán Fulano de Tal escribía tal obra, aquí en dos segundos alguien la traducía y se estaba montando al mes siguiente. No queríamos quedarnos atrás. Queríamos aprender y ya estábamos conscientes de que había un movimiento teatral y una dramaturgia universal que nosotros queríamos no solo hacer, sino llevarla a un público joven.
¿Cómo eran las fiestas del gremio por esa época?
Era básicamente echar carreta y los hombres tomaban. Yo nunca tomé mucho porque odiaba el aguardiente y no soporto el olor del anís. Entonces estaba hasta las horas que fueran charlando rico y oyendo música. Y depende de donde fuera la fiesta. Si era donde Nereo, el fotógrafo, ahí se bailaba porque él era costeño. Donde Enrique Grau eran más carnavalescas porque a cierta hora él comenzaba a sacar cosas y todos nos disfrazábamos; era una cosa más teatral. Eran famosas. Esa calle empinada, en el centro, se llamó durante décadas ‘La colina de la deshonra’, porque ahí vivían todos: Enrique Grau, Hernán Díaz y hasta el Gordo Benjumea.
Y frecuentaban El Cisne.
Yo todavía no termino de llorar su desaparición. Me acuerdo de El Cisne y todavía se me aguan los ojos, porque era ese sitio donde todos nos encontrábamos. Era un restaurante y salón de té de unos italianos. Ahí nos encontrábamos todos: escritores, pintores, escultores, poetas, nadaístas, todos. Nunca volvió a haber en Bogotá, y ya no lo habrá porque se volvió demasiado grande, un sitio donde, si uno necesitaba buscar a alguien y llamaba a la casa y no estaba, decía “me voy a El Cisne porque esta noche con seguridad me lo encuentro allá”. Eso no fallaba. Cuando echaron abajo El Cisne, y construyeron la torre Colpatria, nunca se volvió a consolidar un sitio de encuentro que realmente funcionara.
En ese entonces regresó Kepa Amuchástegui de Estrasburgo, donde estaba estudiando teatro, y ustedes, con otros socios, fundaron La Mama.
Kepa se reunió con Édgar Negret, que era muy amigo de Ellen Stewart, la fundadora del Club de Teatro Experimental Café La Mama de Nueva York, y le dio la idea de crear en Bogotá una especie de sucursal. Kepa, que es gran amigo mío, me contó del proyecto, nos aliamos con Paco Barrero, Germán Moure y Gustavo Mejía. En esa época se hacía poco teatro en Bogotá. Había obras importantes en el Colón, a las que iba la gente mayor, pero las temporadas eran cortas y tenían pocas funciones. Yo conseguí el local. Los fiadores fueron mi papá y el papá de Kepa, montamos el grupo y nos preguntamos: “¿Cuántas personas pueden estar interesadas en ver una obra?” Concluimos: “Aunque sean solo 300, que vengan rapidito a verla”. Entonces, cada obra la presentábamos durante 15 días y montábamos otra. Cuando teníamos cinco estrenos seguidos hacíamos un pequeño festival. Era un trabajo de 24 horas.
Foto:EL TIEMPO
Y usted, además de actuar, cumplió una función istrativa.
Inauguramos el 27 de mayo de 1968. Yo manejaba la plata y dije: “Aquí hay que pagar arriendo y istrar los centavos bien”. Entonces actuaba, barría, hacía reflectores con las latas de Saltinas Noel y preparaba café, porque nos llamábamos Café Teatro Experimental La Mama. Queríamos ser como en Nueva York, teníamos mesitas y sillas compradas en el Pasaje Rivas… era una cosa diferente. Logramos conquistar un público universitario que no tenía idea de lo que era ir a teatro en Colombia. Iban con sus papás a Nueva York y París, pero en Bogotá, no.
Usted después se fue a Nueva York a seguir estudiando, ¿qué la hizo regresar a Colombia?
Regresé de Nueva York porque me llamaron de Propaganda Época, que era la agencia de publicidad más grande que tenía este país. Y me vine volada a hacer comerciales. Al trote. Me fascinaba. ¡Las horas de mi vida que me gasté durante esos veinte años en estudios de grabación eran una delicia!
¿Y por qué no volvió al teatro que había fundado?
Al regreso vi un teatro político que a mí personalmente no me parecía bueno.
¿Qué pasaba en el resto del panorama?
Estaba iniciando La Candelaria, pero yo, que había trabajado con Santiago, tampoco quise volver allá porque tocaba ser comunista y después actriz. Yo quería actuar. Y si acaso quería ser políticamente efectiva, entonces me habría ido con una pancarta a la Plaza de Bolívar, pero eso no me parecía bueno. No me gustó lo que estaba pasando porque uno tenía que estar completamente comprometido políticamente. Otro grupo que amaba era el Libre de Ricardo Camacho, pero uno como que primero tenía que ser del Moir. Eran demasiado politizados, y yo solo quería actuar. Y pues ya me había pasado esa virulencia izquierdista que uno tiene de jovencito. Teatralmente eso no me hacía feliz, no me retaba, no me exigía, entonces no volví a La Mama porque se la habían tomado dos compañeros de teatro de pancarta. Me quedé haciendo publicidad. Y adoré hacerlo.
Foto:Pablo Salgado
Para mí, una pantalla plateada –y he aprendido a ver cine inclusive en el celular– sigue siendo lo que me hace soñar, me encanta, me agarra y me conmueve
¿Cómo llegó a la publicidad?
Gracias a un locutor muy amigo mío, Juan Harvey Caicedo –una de las voces más lindas que ha tenido este país– entré a trabajar a la agencia de publicidad B. Empecé como ayudante de copy y producción. Allá estaba también Alberto Piedrahíta Pacheco. Yo no era demasiado original escribiendo, pero para cosas de producción era muy buena, para la realización de comerciales. En esa época, por el 64, los comerciales también eran en vivo. Todo era en vivo. Uno de los clientes que manejábamos era Nescafé. Yo iba al Yo y tú y me tenían un backing de una mesita para representarlo. Un día, Alicia del Carpio me dijo: “Consuelo, usted es actriz. Vamos a escribir un personaje para usted”. Fue cuando apareció Cuqui, que su historia en Yo y tú duró del 65 al 76.
Cuqui es un personaje que siempre será recordado en Colombia.
Era una niña de familia bien bogotana que no sé por qué circunstancia –nunca se aclaró– le tocó devolverse de los Estados Unidos de arrimada a la casa de sus tíos, que eran doña Esthercita y don Cándido Lechugo. Era lo que, en esa época, se llamaban las cocacolas y los cocacolos, que eran los sardinos de la época. Indigesta con la filosofía de Herbert Marcuse, lo citaba al pie de la letra con emoción, pero había que ver lo mal que trataba a la empleada del servicio. Era muy chistoso, lo menos congruente del mundo era Cuqui. Y ella trataba de hacerse a la Bogotá de esa época en esta familia clase media después de venir de afuera. Esa parte de lograr ubicarse y de entender que ahora estaba acá en calidad de arrimada fue algo que hizo que muchas chicas de mi generación que habían vivido por fuera y venían al país se sintieran absolutamente identificadas con Cuqui y la adoraran. Eso fue importante con ese personaje.
¿Cuál cree usted que fue el acierto de Alicia del Carpio con la serie?
Alicia del Carpio era muy inteligente. Una mujer que creció en España, y que, quitando algunas cosas, se dio cuenta de que la clase media es muy parecida en muchos países. Entonces ella en dos segundos, gracias a esa inteligencia, logró captar esta decencia de una clase media bogotana, la retrató muy verás e inteligentemente y logró esta fantasía que era Yo y tú, que era un espejo de cuerpo entero de una familia de clase media bogotana.
De la época en la que usted hacía televisión en vivo, en alguna entrevista dijo que en plena escena salía Hugo Pérez a revisar el libreto porque se le había olvidado el texto.
No solo con Hugo Pérez, también me lo hizo Franky Linero. A ellos se les olvidaba la letra y decían “un momentico” y salían, por allá tenían en el suelo el libreto, leían el parlamento y se devolvían. Y uno que era incapaz de hacer lo mismo se quedaba ahí tratando de inventar tonterías mientras estos bobos salían y veían qué era lo que tenían que decir.
¿Qué significó para usted trabajar en La tía Julia y el escribidor, una versión de la obra de Varga Llosa?
Fue la época en que se elevó el nivel de las novelas rosa y empezaron a comprar derechos de los grandes escritores del boom latinoamericano: de Mario Benedetti, de Mario Vargas Llosa, de José Donoso, de Gabriel García Márquez… y a uno le parecía importantísimo que estuviéramos haciendo en horario de telenovela una adaptación maravillosa con excelente dirección. Eso me parecía estupendo. Me sentía muy contenta.
Foto:EL TIEMPO
El personaje de la tía Cena, en Caballo viejo, era para Delfina Guido, ¿cómo llegó a interpretarlo usted?
Bernardo Romero Pereiro, el libretista, escribió ese personaje para Delfina. Él llegaba a las grabaciones de la novela Lola calamidades –ahí trabajábamos Delfina, Teresa Gutiérrez y yo– a hablar con Delfina de este personaje. David Stivel, que era el director, estaba empezando ensayos, pruebas de vestuario y a Delfina, que era una actriz absolutamente maravillosa pero con un temperamento bastante complicado, algún día se le subió la mostaza y se le olvidó que el director era argentino también. Él simplemente se volteó, la miró y le dijo: “Nena, ya no vas más en esta novela”. Hasta ahí llegó. Me ofrecieron el papel, yo ya había trabajado con David, y claro que acepté. En 15 días no podía aumentar 60 kilos, entonces un maravilloso maquillador me fabricó el cuerpo en espuma de colchoneta.
¿Qué extraña de la televisión de antes?
Los contenidos. Cuando se creó la Televisora Nacional, Fernando Gómez Agudelo, de RTI, se trajo a la gente que hacía los radioteatros en la Radiodifusora Nacional de Colombia, que eran Bernardo Romero Lozano, Gonzalo Vera Quintana y todos los que hacían ese teatro maravilloso. Rojas Pinilla comisionó a Gómez Agudelo para traer la televisión a este país. Él trajo técnicos cubanos para que nos enseñaran cómo se hacían escenografías, cómo se manejaban las cámaras y el sonido. Él subió el nivel de las historias de Corín Tellado. Fue cuando empezamos a hacer grandes clásicos de la literatura. Entonces la televisión comienza aquí con unos dramatizados que eran obras de teatro clásico a un nivel como de canal cultural europeo que pagaba la Presidencia de la República. Luego la televisión se empezó a comercializar. Se inaugura el 13 de junio del 54, y en el 71 se empezaron a hacer telenovelas y algunos musicales con publicidad y se crea una televisión que fue muy especial porque la señal era del Estado. Ellos otorgaban por licitación pública los espacios y los ofertantes eran las programadoras, que diseñaban y producían contenidos. Extrañamente, en esa época en que los medios técnicos eran tan escasos, que se hacía una televisión casi como Los Picapiedra, los contenidos eran buenísimos. Las historias eras sensacionales. Y ahora que tenemos todas las facilidades y todos los juguetes para contar lo que nos dé la gana, entonces los contenidos son flojos, siguen explotando la misma receta que ya funcionó y ya tuvo rating.
¿Tiene algún personaje pendiente por interpretar?
Esos balances de todo lo que quisiera hacer los hace uno al comienzo. Ya después asume más la realidad y se da cuenta de que uno debe estar consciente de tener y representar personajes complejos, extraños, de gran exigencia y que esa lista de Lady Macbeth y todas esas se olvidan. Porque no voy a hacerlas y no vale la pena alimentar frustraciones.
Y por último, ¿cómo ha llevado esta larga cuarentena?
Las personas que vivimos solas, en principio, podemos manejar mejor esto. Uno está acostumbrado a organizar sus horarios. Eso durante un tiempo funciona muy bien. Luego empieza a pesar la obligatoriedad de estar encerrada. Manejo muy bien todos los domicilios, me proveo de todo lo que necesito y el resto lo pago por Internet. Pero a estas alturas en las que llevamos cuatro meses, he salido solo un par de veces con tapabocas y guantes. Laboralmente se ha duplicado el trabajo en videos que uno graba para campañas, lives en internet e invitaciones a entrevistas. Económicamente manejo una situación financiera complicada porque desaparecieron al ciento por ciento mis ingresos mensuales, entonces toca vivir de ahorros y ser creativo y juicioso. Aprendí que lo más importante en la vida es la salud, y sobre todo a esta tierna edad de los 75 años.