No hace mucho, en el Westin Hotel de Nueva York, vendieron un bagel (un pan) por algo más de 1.000 dólares, gracias a que el queso crema de su interior estaba salpicado con las impagables trufas blancas Alba.
En Londres, el restaurante Bombay Brasserie sacó un plato de 2.300 euros con langosta, caviar, trufa blanca y oro comestible en polvo (siempre habrá un idiota con el sueño de cagar oro). Y en Tokio, a principios del 2019, un magnate pagó 3,1 millones de dólares por un atún de 278 kilogramos, simplemente para convertirlo en el sushi más caro de la historia. Y así, como si nada.
Pero el covid-19 –con las respectivas cuarentenas en diferentes partes del mundo– no solo devolvió la cocina a su lugar más primario –que es alimentar a la familia en la cueva–, sino que ha dejado ver cuánto despropósito le sobra al mundo de la gastronomía actual.
Esta pandemia nos ha puesto, una vez más, de cara a los fogones y a la despensa del hogar: ¡a ver qué vamos a preparar! Y esa sola obligación nos ha vuelto a conectar con el elemento más sagrado de la cocina: la necesidad cotidiana del comer.
Resulta devastador saber que, por cuenta de esta crisis, el sector de la restauración esté al borde del colapso: duele ver cómo tantos buenos restaurantes se están yendo a la quiebra. Pero también, de la misma manera, este periodo ha evidenciado las exageraciones y tonterías del oficio.
Supongo que los cocineros también lo estarán masticando: ¿acaso nuestro trabajo no consistía, básicamente, en cocinar? ¿A qué horas ganó tanto terreno el esnobismo, la especulación, la ostentación, el exceso y el desperdicio? ¿Continuaremos pagando 30 o 40 millones de pesos por el arriendo de un local en Bogotá o en Cartagena? ¿Seguiremos alimentando la mentira de la desproporción?
Según reciente estudio de la FAO y el Banco Interamericano de Desarrollo, nueve millones de toneladas de alimentos se desperdician anualmente en Colombia. Lo irónico es que nuestras cocinas, las de todos, hoy necesitan en gran medida de la despensa local. Así, el desperdicio ya no puede ser opción. Por eso mismo, cuando volvamos a la calle, la reactivación de los restaurantes dependerá de propuestas mucho más aterrizadas económicamente, basadas en el producto local.
Está claro que tres factores alejarán a la gente de los comedores en los próximos meses: la falta de billete, el miedo al contagio y la ausencia de turismo. Entonces los cocineros tendrán que volver a conquistar a su comunidad con lo que hay en la gran alacena colombiana que, por fortuna, es bien generosa.
Por supuesto, siempre habrá una élite que pueda pagar por pescados en vía de extinción, coronados con caviar iraní. Pero la gran mayoría volverá por lo básico, sabroso y asequible: sin humos, sin espumas, sin polvos de oro.
La opulencia se ha venido abajo. Un tal coronavirus nos ha recordado, de cara al fuego, cuál es el verdadero valor de la cocina.
MAURICIO SILVA
Editor de Bocas
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