El otro día leí en Twitter la siguiente frase: “Si le gusta el jugo de tomate de árbol, déjala ir”. Entiendo que entre gustos y sabores no hay disgustos. Pero esta frase es de un esnobismo culinario fatal. Ese arribismo, en el que clasificamos la comida por estratos, me parece sinceramente una estupidez.
Los colombianos tenemos la tradición de tomar jugos de frutas naturales para acompañar la comida. Están en nuestra dieta y cultura gastronómica. Aun a sabiendas de lo que dicen los expertos en nutrición, que no lo recomiendan por aquello del azúcar que contienen. Es común ver en las mesas de cualquier restaurante diferentes platos, desde típicos hasta internacionales, como un corte de carne a la parrilla, espaguetis, sushi, tacos, ajiaco o almuerzos ejecutivos, servidos con un vaso de jugo en agua o en leche. Tenemos jugos regionales que tomamos con la comida típica de la zona. Como los fritos del Caribe con jugo de corozo, níspero o zapote. Aborrajados, marranitas y empanadas con lulada –que es como un jugo con trozitos de fruta– en el Valle. Y en Bogotá el ajiaco santafereño con sorbete de curuba, por mencionar algunos. Todos hacen parte de la mesa colombiana.
Somos tremendamente afortunados de la riqueza que tenemos, pero como en todo, es tan común en nuestro día a día que se nos vuelve paisaje
Recuerdo que alguna vez llevé a un reconocido y premiado chef español a la plaza de Paloquemao, quien, al ver la abundancia en colores, sabores y variedades de frutas que tenemos me dijo: ‘ahora sí entiendo su tema con los jugos, deberían hacer propuestas de maridaje en las cartas’. Y tiene razón, es una gran idea. Siendo francos, jamás buscamos un matrimonio que combine a la perfección con el plato cuando ordenamos el jugo.
Y volviendo a la estratificación en este caso de las frutas y jugos, el de mandarina es de los más cachetosos y costosos junto al de guanábana y fresa. En cambio, hay una que no obstante ser hermosa, jugosa, carnuda y con exquisito y único sabor y color se le hace bullying y es rechazada por muchos colombianos. El tomate de árbol. De todo el reino de las frutas es una de las que más polarizan, a tal punto que alguna vez oí esta perla: “Es fruta de pobres”. Más bien es pobreza mental y gastronómica de quienes piensan así.
En días pasados hice una degustación a cocineros y periodistas internacionales de una gran variedad de frutas de la plaza de mercado de Chía. Verlos asombrados saboreándose, chupándose los dedos, explorando y descubriendo cada sabor, como niños en una juguetería, fue memorable. No podían creer que tenemos esta abundancia durante todo el año. ¿La favorita? Paradójicamente, el tomate árbol, vea pues.
Somos tremendamente afortunados de la riqueza que tenemos, pero como en todo, es tan común en nuestro día a día que se nos vuelve paisaje. Solo cuando salimos del país añoramos un trozo de papaya, una pitahaya, una piña o un melón, maduro, jugoso y lleno de sabor. No valoramos lo que nos da la tierra. Ah, y ni hablar de los que prefieren las frutas importadas porque tienen un color de piel más bonito y de apariencia perfecta. Bobitos no. Buen provecho.
MARGARITA BERNAL
Para EL TIEMPO