El país siempre estará de acuerdo en una cosa: en la iración por el talento de la artista Leonor González Mina, la Negra Grande de Colombia. González Mina murió tranquila y sin dolor el miércoles pasado, a los 90 años, en su habitación en Pance. Ella puso en el mapa sonoro de Colombia –y del mundo– los ritmos y las voces del Pacífico. Debutó como bailarina a los 18, en el Teatro Olympia de París, con el Ballet Folclórico de Delia y Manuel Zapata Olivella. Ya como cantante, con toda su potencia y su brillantez, enriqueció nuestra cultura con canciones tan bellas como Mi Buenaventura, El alegre pescador, Borrachera, Navidad negra, Campesino de ciudad, Maximina, Mi cafetal y Yo me llamo cumbia. Y recorrió el planeta con sus interpretaciones en el nombre del país.
Fue también una estupenda actriz. El pionero Bernardo Romero Lozano la invitó, en tiempos de la televisión en blanco y negro, a interpretar un monólogo exigente titulado La negra chambimbe. Y desde ese momento, gracias a producciones tan reconocidas como Revivamos nuestra historia, Azúcar, Crónica de una muerte anunciada y Del amor y otros demonios, se convirtió en una figura muy cercana a las familias colombianas. Su carisma, su gracia inagotable y su fuerza siempre fueron bien recibidas por los televidentes.
La Negra Grande de Colombia vivió una vida llena de amor y sobrevivió a duelos devastadores –la muerte de su hijo mayor, Candelo, por poco la tumba definitivamente–, y por fortuna tuvo todos los reconocimientos que un artista puede esperar. Recibió la condecoración Andrés Bello del Gobierno venezolano en 1978, la Orden Simón Bolívar del Gobierno colombiano en 1980, el Premio Vida y Obra del Ministerio de Cultura en 2016 y la Medalla de Oro del Centro Kennedy para las Artes Escénicas en 2024. Pero su premio para siempre será poner de acuerdo a este país en el amor por su vida y por su obra.