La autopista Norte de Bogotá representa uno de los corredores viales más importantes de la ciudad. La vía, construida en la década de los 50, es punto de comunicación entre el sur y el norte, además de constituir uno de los ejes esenciales para la conectividad con buena parte de la costa norte y el oriente del país. Y si bien en su momento permitió desembotellar a la capital y facilitó el desarrollo económico de la Sabana y municipios vecinos, hoy la naturaleza le ha pasado una dura cuenta de cobro.
Este corredor se levantó sobre una cadena de humedales que facilitan la recepción de aguas y quebradas que desembocan en el río Bogotá. Y, aunque en su momento se construyeron alternativas para permitir el flujo de las aguas, la falta de mantenimiento, la sobreexplotación de la vía, nuevos asentamientos y el cambio climático hicieron que un aguacero sin precedentes generara el colapso. Más de 2.000 personas quedaron atrapadas debido a las inundaciones de los seis carriles de la autopista; 1.500 niños, niñas y jóvenes no pudieron salir de sus colegios y universidades. El transporte intermunicipal quedó interrumpido. Hubo necesidad de diseñar contraflujos y reversibles para que la sinsalida de vehículos y personas se superara.
Como era de esperarse, el problema generó un amplio debate sobre lo ocurrido, por qué había sucedido y cuál debería ser la solución. Porque qué duda cabe de que algo similar pueda repetirse. La polémica llega justo en el momento en que la istración Distrital y el Gobierno Nacional se enfrascan en una discusión sobre el futuro de la autopista Norte y la avenida Boyacá. Ambas vías claves para la movilidad de Bogotá y una veintena de municipios. Pero, en lugar de aclarar las cosas o encontrar puntos comunes para una solución, la emergencia ha derivado en recriminaciones mutuas que alejan la posibilidad de pasar a la acción inmediata.
Lo que no puede suceder es que temas de esta envergadura se conviertan
en tinglados políticos que
no ayudan a la solución.
No es un secreto que desde el Ejecutivo se vienen haciendo una serie de exigencias ambientales que, aunque para muchos resultan engorrosas, son necesarias para facilitar cualquier desarrollo vial. Por su parte, el Distrito reclama, con razón también, respeto por su autonomía y sus decisiones, amparadas por el estatuto que le confiere poderes especiales a la capital.
Como lo ha expresado la ministra de Transporte, María Constanza García, el país no puede seguir comprometiéndose con grandes proyectos de infraestructura si desde la etapa de factibilidad y prefactibilidad no se aborda el tema ambiental. Esto ayudaría a entender mejor el impacto de las obras, adoptar los correctivos necesarios y llevar a cabo su ejecución sin contratiempos.
Y eso está bien. Lo que no puede suceder es que temas de esta envergadura se conviertan en tinglados políticos y acusaciones que no contribuyen a la solución. La autopista Norte requiere una salida inmediata. Hay alternativas, están sobre la mesa, algunas se han discutido, pero la demora en las decisiones mantiene frenados los trabajos con consecuencias como las registradas recientemente. Ni se puede violentar a la naturaleza, como se hizo hace 70 años, ni se puede frenar una solución de forma indefinida y sin un mínimo de voluntad política.