Intensa, y entendible, polémica ha generado el anuncio del presidente Gustavo Petro de que va a nombrar al exjefe paramilitar Salvatore Mancuso como gestor de paz, aún sin mayores claridades al respecto.
La decisión fue comunicada vía Twitter. “El proceso de paz entre el gobierno de Uribe y los paramilitares aún no ha terminado (...). Aún no se sabe toda la verdad (...). Las haciendas entregadas en parte se han perdido en manos del Estado, recicladas a nuevos grupos que heredan el paramilitarismo; muchos cuerpos de víctimas aún no han sido encontrados”, escribió el jefe del Estado.
Surgen dudas e interrogantes sobre los alcances de esa declaración. ¿A qué se refiere el Presidente cuando dice que el proceso adelantado por el gobierno de Álvaro Uribe con las Auc, que llevó al desarme de casi 35.000 paramilitares y permitió, gracias a Justicia y Paz, el destape del escándalo de la ‘parapolítica’, no ha terminado? El propio Mancuso se apresuró a declarar reabierto el proceso de Ralito y habló de una negociación política. Así ¿pretende el Gobierno darles estatus político a los ex-Auc y, por esa línea, a las bandas criminales, como el ‘clan del Golfo’, que traicionaron ese proceso?
Sería preocupante que lo que diga el exjefe paramilitar se use con fines políticos en plena campaña electoral en las regiones.
De entrada, esa eventual intención se chocaría con sendas sentencias de la Corte Constitucional y de la Corte Suprema, que ya a mediados de la década pasada, en pleno proceso de paz con las Auc, dejaron en claro que la sedición no era un delito compatible con el paramilitarismo y tumbaron de tajo todos los beneficios, entre ellos indultos y posibilidad de elección política, que inicialmente se habían acordado en esa negociación.
Ahora bien, como se ha reiterado desde estas líneas, todo esfuerzo que se haga para lograr mayor verdad sobre los hechos sucedidos en el conflicto es bienvenido. Pero aquí el país necesita claridad. Eso implica la exigencia de evidencias y la aplicación del filtro de la justicia.
Si Mancuso, después de varios años de anuncios, contribuye con pruebas contundentes a establecer la verdad plena sobre hechos desconocidos ocurridos en el conflicto –no lo ya confesado ante Justicia y Paz, por lo que recibió los beneficios de pena alternativa, como le acaba de advertir el Tribunal de Bogotá a la JEP–, se justifica su eventual regreso al país, incluso con los beneficios de gestor de paz –que no se necesitan para aportar en los procesos judiciales– o como declarante ante la nueva Jurisdicción Especial para la Paz.
Pero existe el riesgo –como lo han advertido desde varios sectores y se desprende de sus extensas, pero no nuevas, declaraciones de los últimos meses ante la JEP– de que esas versiones recicladas terminen siendo usadas con finalidades políticas. Algo muy preocupante en medio de un proceso electoral clave para las regiones del país.
El gobierno del presidente Petro tiene el deber de darles la certeza a todos los colombianos de que cualquiera de las decisiones que se toman en desarrollo de su proyecto de ‘paz total’ estará blindada ante eventuales manipulaciones de parte de criminales reconocidos y de actores políticos cuyo interés no es servirles a la paz y a la justicia. Y la JEP, la Fiscalía General, los jueces y las cortes deben velar, en este y en otros casos y como ya lo han hecho en el pasado, para que las decisiones de la paz, siempre controvertidas, se ajusten a los mecanismos de la institucionalidad que garantizan transparencia y justicia.
EDITORIAL