El pasado viernes 16 de agosto en la mañana, con una votación de 170 de 186 votos posibles, la Cámara de Representantes eligió a la abogada bogotana Iris Marín Ortiz como la primera Defensora del Pueblo de Colombia. Hacía parte de otra terna bien pensada por el Gobierno. Hablaba por ella una hoja de vida impecable que incluía su título del Colegio Mayor del Rosario, su maestría en la Universidad Nacional, su paso por la Comisión Colombiana de Juristas, su trabajo en dos dependencias de la Unidad de Víctimas, su asesoría al equipo negociador de la paz con las Farc y su apoyo a la Comisión de la Verdad. Su elección fue recibida como un reconocimiento no solo de una trayectoria limpia e independiente, sino de la importancia de entregarle un cargo fundamental a una experta que ha sido ajena a las coyunturas partidistas.
Resulta afortunado que Marín, de 47 años, sea la primera mujer que ejerza el cargo de defensora del Pueblo: la Defensoría es –palabras más, palabras menos– la voz de los que no tienen voz en un país que lucha para dejar atrás sus conflictos armados, y es una noticia esperanzadora para los líderes sociales y los firmantes de paz que esté en cabeza de una respetada abogada que, además, haya hecho toda una carrera sobre la base del trabajo de campo en las regiones. Hay que confiar en que esa preparación la lleve a enfrentar con éxito los enormes desafíos en defensa y garantía de los derechos humanos en los territorios, en un país donde los violentos los suelen desconocer.
La elección de Marín, que no solo partió de una decisión meditada de esta presidencia, sino que contó con el respaldo tanto de los partidos tradicionales como de los partidos alternativos, es prueba de que es posible ponerse de acuerdo en los mejores nombres. Su llegada es un espaldarazo a la prioridad que anunció la propia funcionaria: la de seguir combatiendo la discriminación y la violencia contra las mujeres. Y es una voz de aliento a la cultura de paz.