Nada justifica lo ocurrido ayer en horas de la tarde cuando un grupo de indígenas pertenecientes, entre otros, al pueblo misak ingresó a la fuerza al primer piso del edificio donde tiene su sede la revista Semana. Además de la zozobra y el miedo que generó la acción entre los presentes, también se registraron algunos destrozos de ventanales.
Hay que rechazar con total firmeza lo ocurrido. Dejar muy claro que la violencia contra los medios de comunicación de ninguna manera, en ninguna circunstancia, va a contribuir a la democracia o al cambio social. Tal vez y por suerte en este caso los daños fueron leves, pero eso no demerita lo grave que es haber traspasado el límite que separa el disenso del atropello.
Como diferentes voces de muy diversa orientación ideológica han coincidido, aquí hay una raya roja que no se puede cruzar por nada del mundo: la que separa la libertad de expresión de las vías de hecho. Aquí se acudió a estas últimas y lo que corresponde es dejar claro que no es aceptable.
Garantizar la libertad de prensa, pilar de la democracia, no se puede limitar a discursos espontáneos o medidas puntuales, debe ser una verdadera filosofía transversal a todas las acciones de Gobierno. Deben saber quienes ostentan el poder que en sus manos está no solo cuidar a los periodistas que asumen posturas críticas, sino también evitar que por acción u omisión suyas, por cuenta de expresiones acaloradas, se atice un clima de hostilidad.
Todo esto en un país que bien conoce de pugnacidades alimentadas desde atriles y tarimas que terminan siendo chispa de polvorines con desenlaces que bien pueden resultar mucho más graves que lo sucedido ayer.
Es el momento de hacer una pausa. De una profunda reflexión para desactivar el clima en el que se gestó la muy grave irrupción violenta de ayer. El riesgo latente es que se instale la violencia donde definitivamente no tiene lugar.
EDITORIAL