Hace cien años vino al mundo un maestro innegable, Astor Piazzolla, que alguna vez fue llamado “el asesino del tango”. Había nacido en Mar del Plata en marzo de 1921 y había amado su tierra –el aeropuerto de aquella ciudad lleva hoy su nombre–, pero pronto fue un marginal niño de seis años con un bandoneón que no vio alternativa a estudiar música clásica y contemporánea en Nueva York y en Europa. Luego hizo parte de la banda legendaria del compositor Aníbal Troilo. Y así fue convirtiéndose en un innovador del género que despertó la ira de los tangueros de los viejos tiempos, pues, por supuesto, tiende a librarse un pulso entre los guardianes de cualquier género y sus renovadores.
Siempre que se lo acusó de estar desmantelando el tango y de ser un esnob atrincherado en las disonancias, como suele sucederles a aquellos que juegan con los ritmos intocables y con las armonías sagradas, Piazzolla respondió que lo suyo era hacer música contemporánea que reflejara las transformaciones de Buenos Aires: poco a poco fue comprendiéndose y conmemorándose entre el público y la crítica su propuesta personalísima, irrepetible y atípica, que era una traducción de la cultura argentina a los demás sonidos del mundo, y en las últimas tres décadas de su vida se lo escuchó y se lo trató como a un maestro. Su obra, que fue recibida con los brazos abiertos por el cine, es gigantesca en todos los sentidos.
Hubo una vez en Manhattan, al principio de su adolescencia, cuando Piazzolla conoció a Gardel. Este le tomó cariño porque le sirvió de guía por Nueva York, pero sobre todo porque le pareció un extraordinario intérprete del bandoneón: “Vas a ser algo grande, pibe, te lo digo yo”, le reconoció. Piazzolla participó en la grabación de la película El día que me quieras. Y desde entonces dedicó su vida a tratar de comprender, de asimilar el tango. Sin duda, lo logró. Propuso su propia versión con una valentía que sigue echándose de menos. Sus cien años de nacido son un buen pretexto para celebrarlo.
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