Cuando apenas habían transcurrido 11 días del 2021 se conoció la terrible noticia del asesinato del líder ambiental y defensor del loro orejiamarillo, Gonzalo Cardona, en zona rural de Tuluá, Valle del Cauca.
No es, de ninguna manera, un hecho aislado. El año pasado, la ONG británica Global Witness presentó su listado anual de países con más personas muertas por su defensa del ambiente y Colombia figuró en un vergonzoso primer lugar.
La muerte de Cardona, quien había dedicado su vida sobre todo a la defensa de este loro y de su hábitat y también de la cotorra coroniazul, tuvo lugar en un departamento en el que el año pasado mataron a otros dos defensores de la biodiversidad: Jaime Monge y Jorge Enrique Oramas. Todo esto mientras la ratificación del acuerdo de Escazú, para proteger a los líderes ambientales y firmado por el actual gobierno, acaba de naufragar en el Congreso.
Una vez más estamos ante el caso de una persona que por el solo hecho de defender la vida es declarada objetivo de quienes están al servicio de la muerte. Cada vez son más las zonas del país en las que ejercer liderazgos que no estén alineados con el crimen, así estos sean de un orden muy distinto, implica un riesgo muy alto de perder la vida. No puede ser, reiteramos, que preocuparse por el bien común y actuar para proteger las especies en peligro, los ecosistemas en riesgo y de ahí en adelante nuestra propia viabilidad como especie entrañe estos peligros y conduzca a una situación de extrema soledad y vulnerabilidad. Así fue con Juana Perea en Nuquí, igual ocurrió con Javier Francisco Parra en la Macarena.
Hay que hacer la pregunta y darle la cara a la respuesta, por dolorosa que sea, de qué está pasando en nuestra sociedad, qué es lo que se está haciendo tan mal para haber llegado a este punto en el que ponerse del lado de la vida es, tantas veces, ubicarse en la antesala de la muerte.
EDITORIAL