Francia hierve. Y no por cuenta del verano. La muerte de Nahel, joven de 17 años y de ascendencia magrebí, el martes pasado, por disparos efectuados por un policía, ha vuelto a encender el polvorín que son los suburbios parisinos y los de las principales ciudades. Las protestas completan cinco noches y han degenerado en saqueos de comercios, incendio de vehículos y ataques a edificios estatales, incluidas escuelas. Y quizás el más grave contra la residencia del alcalde de L’Haÿ les Roses, en el que fue lanzado un auto en llamas mientras su esposa y sus hijos de 5 y 7 años estaban dentro, lo que ha suscitado gran indignación.
Estos hechos violentos han puesto el dedo en la llaga de una herida que cada vez se hace más dolorosa para una sociedad que no encuentra cómo detener una profunda ruptura, aquella que resulta de no haber concluido la tarea de la plena inclusión. La misma que está expuesta a discursos que buscan poner de un lado a migrantes excluidos y a sus descendientes; y del otro, a un sector importante de la población que ha optado por amalgamarse en torno a liderazgos radicales.
Todo lo anterior tiene contra la pared a Emmanuel Macron, quien tuvo que cancelar un viaje a Alemania y duda si declarar el estado de emergencia, el cual le daría herramientas, pero al tiempo enviaría un claro mensaje de que el Elíseo no está atrapado en la debilidad.
Lo cierto es que a estas alturas es difícil distinguir quiénes actúan movidos por el inconformismo y quiénes por intereses que poco tienen que ver con esa situación. Así como no se puede negar que detrás de todo hay unas deudas sociales, tampoco se pueden descalificar denuncias de muchos agitadores de opacos intereses.
Ante esta situación, es necesario un llamado a la calma, a que se rechace cualquier forma de violencia y al regreso a un escenario de consenso ante la intervención estatal y su aplicación de la autoridad. Y, ante todo, que haya justicia con la muerte de Nahel.
EDITORIAL