Sigue, abrumadora e imparable, la crisis política boliviana. Resulta comprensible semejante trance, pues era de esperarse una suerte de terremoto tras la salida a sombrerazos del expresidente Evo Morales luego de catorce años en el poder. Pero no deja de sorprender lo que ha estado sucediendo, desde la fuerte reacción de los opositores hasta el contraataque del MAS (Movimiento al Socialismo), porque en medio de semejante lucha no parece vislumbrarse una salida benéfica para los ciudadanos bolivianos.
La decisión de la presidenta interina, Jeanine Áñez, de pedirles la renuncia a todos sus ministros para “encarar una nueva etapa en la transición democrática”, y de lanzarse ella a la presidencia a pesar de que había dicho que hacerlo “no sería honesto”, ha caído como un paso atrás en el camino de la reconciliación, incluso entre los de su partido. Como si fuera poco, el expresidente Morales, aprovechando que la Interpol ha negado la circular roja en su contra, ha anunciado a propios y extraños: “Acepto el pedido de la Dirección Departamental del MAS de firmar un poder ante la posibilidad de ser designado candidato a la Asamblea Legislativa”.
Si bien ni Áñez ni Morales tienen impedimentos para participar en las próximas elecciones, ella en las presidenciales y él en las legislativas, sus presencias en el debate electoral han enrarecido aún más la situación política de Bolivia. Al principio de la semana, la ministra de Comunicaciones presentó su carta de renuncia: “¿En qué quedó nuestro ‘Unir para sanar’?”, se preguntó. Y Morales tuiteó ayer: “Primero, los golpistas tuvieron miedo de mi candidatura a la presidencia. Ahora temen que me postulen como diputado o senador. Legalmente, nada me impide ser candidato, pero los golpistas quieren proscribirme y silenciarme, no lo lograrán”.
Es claro que la crisis va para largo porque ninguna de las partes está dispuesta a reconocerles legitimidad a sus contendores. Y serán tensos los días de aquí a las elecciones.
EDITORIAL