Los escritores siempre nos transportan a mundos muy especiales; incluso a nuestro propio mundo, pero para mostrárnoslo de otra manera. Ellos se las arreglan para atraparnos con sus libros cargados de sensibilidad o de rabia, de ternura o de desilusión, de pesimismo o de esperanza, de afán o de paciencia infinita.
A punta de expresivos o sentidos versos, o de párrafos tejidos con sutiles frases, los escritores nos regalan nuevas miradas, nos comparten otras percepciones o nos confían sus secretos más íntimos; nos vuelven voyeristas, nos hacen cómplices, nos convierten en vecinos, nos transforman en detectives, nos disfrazan de amantes, nos caracterizan como autores o víctimas de crímenes, nos hacen sentir como jueces o partícipes, o simplemente nos invitan como espectadores de muchas realidades que parecen soñadas o de muchos sueños que derivan en pesadillas.
Y, como de la ficción a la realidad no hay más que un paso, también hay autores que cruzan esa imperceptible frontera de lo imaginario para hablar de lo terrenal; para desentrañar la crudeza y la amargura de este mundo agobiante, o para rescatar las maravillas que, a pesar de todo, es posible hallar todavía en medio de la miseria, la tragedia o la desesperanza.
Esto último fue lo que resolvió hacer Victoria Amelina, la galardonada escritora ucraniana de 37 años que, a raíz de la invasión rusa a su país, resolvió hacer una pausa en su exitosa carrera literaria para investigar y denunciar las infamias de esta guerra injustificada y desigual. Además, estaba convencida de que podrían vencer al invasor y soñaba con que en Ucrania se pudiera volver a leer en paz.
Victoria estaba convencida de que Ucrania podría ganar la guerra, y soñaba con que en su país se pudiera volver a leer en paz.
Sin embargo, su sueño se vio frustrado hace una semana, pues Victoria –quien estaba en compañía del escritor Héctor Abad Faciolince, el excomisionado de paz Sergio Jaramillo y la periodista Catalina Gómez–, llevó la peor parte cuando un misil lanzado por los rusos cayó en el restaurante donde ellos se encontraban, en la ciudad de Kramatorsk; ataque en el que doce personas perdieron la vida y decenas más resultaron heridas.
Y aunque desde el comienzo se conocía la gravedad de las lesiones de Victoria, su esposo, su familia y sus amigos se aferraron durante cinco días a un milagro que finalmente no se produjo, y el pasado sábado ‘Vika’, como le decían cariñosamente, se convirtió en la víctima fatal número 13 de este acto infame, cometido por el ejército de Vladimir Putin, y repudiado con vehemencia alrededor del mundo.
Como si fuera poco, a la cobardía de dicha acción, se suma el cinismo y la desfachatez de la embajada de Rusia en Colombia, que, luego de conocerse la noticia de este atentado aleve contra civiles indemnes, publicó en Twitter un par de mensajes en los que se mezclaban el descaro y la indolencia.
En estos poco diplomáticos trinos no sólo decían que «la ciudad cercana al frente, convertida en un hub operacional y logístico-militar, no es un lugar apropiado para degustar platos de cocina ucraniana», sino que calificaron el viaje como «imprudente».
Ojalá la muerte de la joven escritora no sólo sirva para que no ignoremos esta guerra, sino para que Gustavo Petro escuche voces como la de la abogada ucraniana Oleksandra Matviichuk –amiga de Victoria y ganadora del Nobel de Paz el año pasado– quien le ha pedido al gobierno de Colombia «que deje de decir que es neutral; pues eso es tomar partido por el invasor».
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Colofón. A propósito, ¿por qué el embajador de Rusia tiene carnet de cortesía para ingresar al club El Nogal de Bogotá? ¿Cómo es posible que una institución que fue víctima del terrorismo le otorgue tal privilegio al representante de un régimen que a punta de terror trata de doblegar a un país vecino?
VLADDO