Es un video fatal, pero, como ya ha sido probado hasta la náusea, mi indignación es lo de menos: el fiero ministro de Salud, dueño a esta hora, por el viaje del jefe del Estado, de la investidura presidencial, lanza a un auditorio indescifrable el grito “¡tenemos en cuidados intensivos a las EPS para que salga la reforma!”, y ni el cinismo, ni la traición al pueblo que está poniendo los muertos, parecen perturbar a tantos incondicionales del Gobierno. ¿Cuántos pacientes tendrán que morir en los umbrales de urgencias, como daños colaterales de esta reforma por la espalda, para que a los partidarios de la presidencia deje de bastarles el discurso? ¿Qué quedará al final del juego?: ¿el viejo desengaño nacional?
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Darío).
Recapitulemos sin miedo ni desesperación. Este gobierno, elegido por el 50 por ciento de los votantes contra la voluntad del 47, iba a ser nuestra reconciliación en el camino hacia la justicia social. Y sin embargo, a diferencia del Pepe Mujica que sobrevivió a trece años de torturas para enseñarle a su Uruguay que la paz es la convivencia, nuestro líder se pasó tres décadas denunciando al Estado desde adentro, a sueldo, para después salir con una presidencia farragosa que reedita la corrupción, la estigmatización, la violencia de Bogotazo, en fin, que nos ha igualado a sangre y fuego. Si no se dio la reconciliación en este periodo es, pues, porque llegó al poder la misma gente. Y lo suyo no es pactar, sino azuzar las frustraciones.
Buena parte del discurso presidencial es paranoide, ladino y calumnioso: insiste en ese golpe de Estado fraguado por congresistas, consejeros de Estado, medios censuradores, gremios, mafiosos, funcionarios uribistas, nazis de Chapinero. Es el delirio entre el delirio. Es el sermón de un Jesús que es Judas. Pero multitudes de colombianos asienten, con razón, en la parte del discurso que es verdad: Colombia es, en efecto, uno de los países más desiguales e indolentes del mundo. Y la denuncia diaria, que hace el presidente, de este fiasco social que nos reparte entre explotadores y explotados, no solo logra que muchísima gente perdone el mal gobierno, sino que sea ciega a la latiente realidad.
A las 22 masacres de estos cinco meses. Al repugnante escándalo de la UNGRD. A los pacientes que mueren mientras el Gobierno simula mesas de concertación.
Veo otro video decadente que lo prueba todo: el primer ministro, perito en dobleces, pierde la cabeza porque el mezquino Senado les resucita la reforma laboral que les tumbó sin más, pero les hunde por poco, 49 contra 47, la consulta popular que iba a rejuvenecerlos. Hay otro video turbio en el que el presidente, de viaje, no solo ve un 19 de abril, sino que vaticina un 9: habla de fraude, de cabildos, de no usar la fuerza –basta con tener a las EPS en cuidados intensivos– contra el pueblo. Pero en el video que veo, el clímax del fracaso del Gobierno y de su oposición, hay babas, ojos salidos, gritos de barras bravas. Y una mujer de gafas se queda pasmada, en el fondo de la imagen, porque ese fuego cruzado demuestra que estos políticos no piensan en nuestras reformas, sino en sus campañas.
Y que demasiados son grotescos, sí, tiene razón el que lo diga: demasiados políticos son sórdidos, rastreros. Hoy no tienen partidos, sino chats. Pero saben de memoria que en Colombia, esta tierra nuestra que ha sobrevivido gracias a la promesa del cielo, millones de ciudadanos renuncian al lento reformismo democrático a cambio de la dopamina del discurso veintejuliero.
Yo, así dé igual, voto porque les exijamos a lado y lado que dejen de disponer de nuestras vidas –que dejen de atarnos a su locura, de dividirnos, de sacrificarnos, de desahuciarnos– para ganarles el juego a sus fantasmas.
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