Cada vez aparecen con mayor frecuencia informes preocupantes sobre la educación y ellos hacen referencia al aumento de brechas de calidad, deserción en la educación superior, cierre de colegios, renuencia de los adolescentes que terminan el bachillerato para ingresar a la universidad, aumento de casos graves de salud mental en estudiantes y maestros, amén de los múltiples problemas istrativos que afectan el sector.
En los niveles institucionales los rectores y sus equipos suelen verse literalmente acorralados por una creciente tendencia a judicializar la acción educativa en una bien intencionada búsqueda de protección de los derechos de los estudiantes a quienes es cada día más difícil corregir, orientar o sancionar sin exponerse a tutelas y demandas en la Fiscalía. Es cierto que en la educación tradicional el autoritarismo reinante daba a los adultos un poder cuyo ejercicio arbitrario era inaceptable, pero invadir el universo escolar de procedimientos judiciales propios del ámbito delictivo ha privado de sensatez y sentido pedagógico el proceso de acompañamiento que requieren niños y adolescentes hacia su crecimiento intelectual y su madurez social.
Que los conflictos entre niños de primaria deban resolverse ante autoridades del ICBF, los casos de indisciplina o diferencias entre adolescentes terminen en los juzgados y los eventuales accidentes que pueden darse en patios de recreo y canchas deportivas en las que juegan centenares de niños expongan a millonarias demandas a los colegios es algo que debería hacernos pensar seriamente sobre el rol de las instituciones y el de los educadores.
La protección y la seguridad son imperativos en el mundo escolar, pero eso depende de un alto nivel de exigencia profesional y no de una serie de amenazas y restricciones.
Desde luego, la protección y la seguridad son imperativos en el mundo escolar, pero eso depende de un alto nivel de exigencia profesional y no de una serie de amenazas y restricciones que, lejos de promover los procesos de formación de niños y jóvenes, generan en los educadores una actitud defensiva y distante para no "meterse en problemas". La experiencia de muchos años me ha enseñado que la única salvación de algunos pequeños está en alguna manifestación afectuosa de una maestra o en la posibilidad de compartir con un profesor algún problema familiar o una angustia íntima. Pero ahora hay protocolos, reglamentos y códigos que prohíben la cercanía por miedo a las denuncias personales e institucionales. Se espera que la escuela sea el reino perfecto donde no haya errores ni imperfecciones y, por supuesto, que nunca un niño sea contrariado. Sin contar con que cada familia desearía ser la única importante.
Es el momento de preguntarse una vez más qué es educar, cuál es la forma de hacerlo y qué rol cumplen los diversos de la sociedad. Sería bueno saber qué imagen tienen los niños y los jóvenes de la autoridad, de las leyes y normas que regulan las instituciones, del trabajo y la disciplina requeridos para conseguir logros, del valor de lo colectivo y el sacrificio del capricho individual, de la generosidad, del reconocimiento de los errores para poder progresar... Estas son cosas esenciales de las cuales tendría que ocuparse la educación para formar las nuevas generaciones de ciudadanos.
El problema es que los ideales de equidad, a las mejores oportunidades de la cultura, la ciencia y el trabajo productivo contenidos en la Constitución están naufragando por el aumento de las brechas de calidad, la pérdida de confianza en la educación formal, la carencia de oportunidades para quienes han hecho grandes esfuerzos en llegar a los mejores niveles educativos y el desprecio que muestra el Gobierno por el conocimiento y la preparación de quienes se ocupan de istrar los bienes públicos. Ya ni siquiera es claro si los jueces reemplazarán a los maestros, mientras estos se hacen cargo de lo que no hacen las familias. Tal vez sea hora de repensar todo nuestro sistema educativo.