Más de 1.000 personalidades del mundo digital, entre ellas académicos, industriales e investigadores, firmaron una carta que pide frenar por seis meses el desarrollo de sistemas de inteligencia artificial (IA). Uno de esos sistemas, ChatGPT, ha dado mucho que hablar por su extraordinaria capacidad para responder consultas convincentemente –aunque con frecuentes errores e incluso invenciones–.
La carta enumera los riesgos de esta tecnología: “Inundar nuestros canales de información con propaganda y mentiras”, “automatizar todos los oficios, incluyendo los gratificantes”, “desarrollar mentes no humanas que con el tiempo podrían superarnos en número e inteligencia, volvernos obsoletos y reemplazarnos”, “perder el control de nuestra civilización”.
Lo más llamativo de la carta es que muchos de sus firmantes más reconocidos –como Steve Wozniak, cofundador de Apple, y Elon Musk, propietario de Tesla y Twitter y cofundador (hoy distanciado) de la compañía que creó ChatGPT– son estrellas de la revolución digital, tecnólogos que apoyan la cultura de la innovación y promueven una filosofía libertaria para la industria, recelosa de la intromisión estatal.
Trasladando a este contexto la división que Umberto Eco señalaba en las actitudes hacia la cultura de masas en su célebre ensayo ‘Apocalípticos e integrados’, los firmantes de la carta son, en general, ‘integrados’: seres apasionados por la tecnología y optimistas sobre su influencia. Los integrados suelen ser los chicos ‘cool’ del curso. Su contraparte son los ‘apocalípticos’, quienes se la pasan refunfuñando que todo tiempo pasado fue mejor y que tanta modernidad conduce a la decadencia, cuando no al despeñadero.
Lo extraño es que esta vez los integrados, porristas de la revolución digital, están comportándose como apocalípticos, advirtiendo del desastre que nos espera si seguimos por el rumbo actual. Una nueva especie que habría que denominar ‘integrados apocalípticos’.
El debate se está dando en los centros neurálgicos de la esfera digital, es decir, en Silicon Valley y Shenzhen y ciertas universidades de las sociedades posindustriales. En los países del mundo desarrollado, en cualquier caso. Las implicaciones que todo esto pueda tener para los países del G-175, como Colombia, son menos evidentes. Pero dos cosas se me antojan prioritarias.
Los escenarios más extremos de los apocalípticos son de ciencia ficción: la extinción de la especie humana a manos de máquinas más inteligentes que nosotros. Ante riesgos de esa índole, catástrofes existenciales comparables con la colisión con un meteorito, poco podemos aportar desde un país como el nuestro, donde resulta exótico el invento decimonónico del ferrocarril y muchos barrios carecen del privilegio prerromano del acueducto. Debemos preocuparnos, más bien, por el meteorito que representa la IA en el mundo laboral, pues habrá que adaptar rápidamente nuestros sistemas de formación para un mercado en el que muchos oficios de ‘cuello blanco’ serán complementados o desplazados por sistemas inteligentes en el futuro inmediato.
La otra prioridad es incrementar rápidamente nuestras capacidades en relación con esta tecnología. En las últimas dos olas de transformación digital –la primera representada por el motor de búsqueda; la segunda, por las redes sociales–, el mundo les cedió el control a un puñado de empresas tecnológicas, casi todas gringas. Ante las promesas y amenazas de la IA, cuyo control puede tener implicaciones incluso para la seguridad nacional, algo de nacionalismo digital no estaría de más. En la práctica, esto significa adecuados recursos para investigación y desarrollo en empresas y universidades: una idea que no desentona con las inclinaciones mazzucatianas del actual gobierno.
THIERRY WAYS
En Twitter: @tways