Se nos dice con frecuencia que el populismo es la solución para corregir los déficits de la democracia. O que su ocurrencia se explica por las deficiencias en los gobiernos democráticos. O que populismo y democracia son dos caras de una misma moneda.
Las recientes elecciones británicas indican la existencia de otras fórmulas, de diferentes interpretaciones, de remedios quizás más efectivos.
Mientras buena parte del mundo occidental, y buena parte también de lo que hoy se llama Sur Global, parece atrapada entre el populismo (de derecha y de izquierda) y los abiertos autoritarismos, los británicos le acaban de apostar a un gobierno laborista de centro, liderado por Keith Starmer.
No fue cualquier victoria. ¿Conquista histórica?
Unas 411 curules de las 650 que conforman la Cámara de los Comunes, le otorgan al partido laborista una indiscutible mayoría (más de 170), necesaria para la agenda reformista presentada antier por el discurso tradicional del Rey Carlos al inaugurar el nuevo parlamento. Los laboristas ganaron además la mayoría de las curules en Inglaterra, Escocia y Gales. Después de 14 años en el poder, los conservadores, con 121 escaños, han sufrido una derrota aplastante.
El significado de la victoria de Starmer va mucho más allá de lo que nos puedan decir las cifras electorales.
Algunos intentan minimizar las dimensiones de tal victoria señalando las proporciones de apoyo entre el electorado general. Hay que tenerlas en cuenta. No obstante, el balance en democracia hay que hacerlo sobre las reglas del juego existentes. El sistema electoral britático es ciertamente cuestionable, pero lo que importa destacar en momentos de juzgar los resultados es la estrategia desplegada por Starmer y sus colegas laboristas para lograr dichas mayorías –algo impensable hace un par de años–.
El significado de la victoria de Starmer va mucho más allá de lo que nos puedan decir las cifras electorales.
Es un “tate quieto” al populismo.
En su primer discurso como Primer Ministro, Starmer celebró el haber recibido “un mandato claro” para el “cambio”, pero anunció el “fin de la era de espectáculos ruidosos”. Ese fue uno de sus mensajes centrales al abrir el parlamento antier, al remarcar que con las elecciones se “doblaba la página de la era de los espectáculos” para regresar a la noción de la “política como servicio público”.
Starmer fue más directo aún cuando calificó el resultado electoral como “un rechazo a aquellos que solo ofrecen las soluciones fáciles de los hechizos populistas”. Esta ruta (la del populismo), añadió, es “un callejón sin salida para nuestro país, no ayuda en nada para arreglar nuestros cimientos”. Esa ruta fue “rechazada” por el electorado británico, como lo había hecho “a través de su historia”.
Starmer ha dicho que no es político para la “tribu”. Los adjetivos que acompañaron la caracterización del ritmo de cambio que su gobierno ha emprendido fueron: “determinación”, “calma”, “paciencia”. Atributos que le permitieron reorganizar al partido laborista y convertirlo nuevamente en organización elegible para gobernar.
Sus retos son por supuesto enormes. La agenda legislativa anunciada antier en el parlamento es igualmente ambiciosa, en los más variados frentes. No faltan nunca los profetas del desastre, incluso entre simpatizantes laboristas. Ni quienes repiten la cantaleta de la “incertidumbre”, como si la democracia prometiese decisiones últimas.
El triunfo laborista debe apreciarse como un triunfo de la democracia –y como tal, temporal, sujeto a futuras ratificaciones–. Produjo alternancia en el poder. La transmisión de mando ha sucedido de manera civilzada y digna. Ha renovado esperanzas. Y envía una señal de “tate quieto” al populismo en todo el mundo.