Han pasado dos semanas desde la final de la Copa América y ya se ha dicho todo sobre los hinchas que se colaron en el estadio. Y ni siquiera, se ha dicho de más porque si algo tiene el fútbol es que está sobreanalizado. Me pronuncio al respecto medio mes después porque hasta ahora me dan turno para opinar.
Contra los uruguayos en semifinales nos creímos el cuento de que ellos eran los malos de la historia y que los colombianos eran las víctimas, pobres criaturas inocentes que estaban ahí de paso y que de manera gratuita habían terminado envueltos en una riña. Solemos dárnoslas de vivos, de que nos sobra calle, y somos de las razas más ingenuas y tontas del planeta.
El domingo de la final, los organizadores de la Copa tuvieron una muestra gratis de lo que es Colombia; una tarde apenas, cuando los que estamos acá tenemos que lidiar con el caos todos los días. Porque en este país se pasa de la felicidad al descontrol en dos segundos, y todo es risas y recocha hasta que un detonante convierte cualquier celebración en guerra. Y vean que Latinoamérica es el continente de la anarquía, pero es que nosotros ganamos de calle, nadie se compara con los colombianos a la hora de darse rienda suelta hasta las últimas consecuencias.
Colombia es Soy leyenda, pero las 24 horas, una sociedad distópica eterna.
Somos como esos perros adoptados que uno ve y sabe que algo raro les pasa. Hemos crecido entre la violencia y las carencias, por eso lucimos normales por fuera, pero por dentro estamos traumatizados y se nos nota en los ojos, en los movimientos, debatiéndonos entre la ternura y el miedo; más miedo que otra cosa, la verdad. Por eso nos portamos mejor en el desconsuelo que en la infelicidad, porque no sabemos gestionar la dicha. Después de perder la final contra Argentina hubo en el país cinco muertos; treinta años antes, el día que le ganamos 5-0 en eliminatorias, hubo cerca de ochenta. Muy triste por los jugadores, pero, en nombre del bien del país, menos mal no nos quedamos con esa copa.
Las imágenes antes del partido fueron indefendibles, con gente trepándose las paredes con coches de bebé, filas de hinchas metiéndose por el ducto el aire, otros destrozando unas escaleras eléctricas y, el peor de todos porque no entendí por qué lo hacían, cogiendo una bolsa gigante de crispetas, tamaño Estados Unidos, y botándola por los aires hasta vaciarla. Lo dicho, de la euforia a la violencia en un paso, y aun así hubo quien salió a decir que todo aquello no nos representaba. Pues permítanme desmentirlo y decirle a la comunidad internacional que aquello no solo sí nos representa, sino que se queda corto. Quien no es de acá no entiende que nuestra fuerza destructiva es tanta que somos capaces de cobrar mojarras junto al mar a dos millones pesos y de desocupar un camión lleno de guitarras en la mitad de una carretera, así no tengamos ni puta idea de música.
La mejor forma de explicar el país a aquellos que no lo conocen es poniéndolos a ver a Will Smith en Soy leyenda, cuando por las noches el pobre hombre se metía en la tina con un rifle mientras afuera se oían todo tipo de ruidos. Estaba armado por si las moscas, más por apoyo moral, porque sabía que si llegaban a meterse a la casa era poco lo que podía hacer. Colombia es Soy leyenda, pero las 24 horas, una sociedad distópica eterna.
Más distópica todavía cuando en medio del desorden enfocaban a Maluma bailando en un palco como si todo estuviera bien. Y no es que fuera culpa suya lo que estaba pasando ni fuese su responsabilidad calmar a la horda, pero su felicidad se veía grotesca, fuera de lugar. Me hizo acordar de una foto premiada en 2007 en la que cinco jóvenes con aspecto sofisticado paseaban en un carro descapotado por una Beirut en ruinas después de un bombardeo israelí. Ojalá premiaran a Maluma por haberse enfiestado en el estadio, a ver si eso ayuda a que se le pase la tusa por la derrota.