En la amplia acera frente a la Real Academia de las Artes de San Fernando, donde pago visita cada vez y cuando a los Goyas que hay allí, casi solitarios, entre ellos el retrato de La Tirana, la garbosa actriz que desafía con la mirada a quien la contempla, digo, al salir al sol que dora la calle de Alcalá, están en la acera opuesta de la calle unos músicos callejeros que forman una orquesta de cuerdas, y aquí tengo conmigo ahora la foto que les tomé, mientras escribo de cara a la ventana que da a esta tranquila calle de Princeton donde el otoño empieza a teñir el follaje de ocre y rojo herrumbre y oro viejo.
Hacia la izquierda, bastante separado de los demás, un violinista de chaqueta oscura, a cuyos pies se halla el estuche del instrumento, que sirve para recoger el dinero que les van dejando. Enseguida, apoyado en la pared, otro violinista, moreno y de barba oscura, de gastados zapatos deportivos, que bien podría ser venezolano, o dominicano. Luego, sentado en un asiento portátil está el chelista, quizás sesenta años, de pelo blanco, que repasa el arco con aire distraído. Sigue el otro chelista, gorro de montaña, la barba blanca y el aire también ausente, se diría melancólico, calzado con unos guantes que le dejan desnudos los dedos con que pulsa la encordadura del mástil, y maneja el arco. Y por último el contrabajista, situado de perfil; el pelo le ralea en la coronilla, lleva anteojos de sol y esboza una media sonrisa.
Mi memoria pesca que lo que tocan es el Vals n.º 2 de Shostakóvich, en España una canción de estudiantina que, según se alega, fue compuesta más bien por un músico gallego, y parte del repertorio de la cantante de variedades de los años treinta Paquita Robles; y el oído también me recuerda que el vals está en la banda sonora de Ojos bien cerrados, de Stanley Kubrick, tal como Así hablaba Zaratustra, de Richard Strauss, entró en Odisea del espacio.
Pero no es eso a lo que iba, ni que a lo mejor todo esto viene de que anoche he estado leyendo Lady Macbeth de Mtzensk, el cuento de Nikolai Leskov del que Shostakóvich compuso una ópera que no le gustó a Stalin.
Todo esto para recordar, por fin, a mi abuelo Lisandro Ramírez, y a mis tíos en Masatepe, que formaban entre todos la orquesta Ramírez.
Orquestas de cámara en media calle vi por primera vez a comienzos de los noventa en la Potsdamerplatz de Berlín, donde los edificios postmodernos empezaban a alzarse entre centenares de grúas, y músicos polacos emigrados tocaban vestidos de frac los hombres y de trajes largos de noche las mujeres, aunque fuera a pleno día.
O el chelista, graduado de una academia en Táchira, que tocaba solo en el pasaje peatonal de la carrera séptima en Bogotá, había salido huyendo de Venezuela, sin esperanza de nada, pana, a ver si aquí hace algo por mi vida la vida. Todo esto para recordar, por fin, a mi abuelo Lisandro Ramírez, y a mis tíos en Masatepe, que formaban entre todos la orquesta Ramírez. De ellos también tengo una foto tomada con una Kodak Brownie a mis 11 años.
Tocan en el atrio de la iglesia parroquial. Mi tío Alberto, de traje blanco y corbata negra, el arco en la mano, muy serio en la foto a pesar de ser un alegre bohemio empedernido, sostiene con la otra mano el mástil del instrumento. Enseguida mi tío Francisco Luz, la mejilla contra la barbada del violín, lleva el sombrero puesto, calvo desde los 30 años. Mi abuelo está en el centro, también de blanco, los faldones del saco de lino arrugado, mientras pulsa con gravedad el arco. Mi tío Alejandro, la flauta en los labios, lee la partichela que un niño sostiene frente a él. Luego mi tío Carlos José, el menor de todos, con el clarinete. El cuadro lo cierra un viejo que escucha con unción la música, algún himno religioso, el sombrero bajo el brazo.
O La Granadera, el himno liberal de la anticlerical y ya disuelta república federal centroamericana, y que mi abuelo hacía pasar por música sacra.
SERGIO RAMÍREZ