Un fantasma recorre las democracias del mundo: el fantasma de la polarización. A diario, y como pan caliente, se venden libros tratando de descifrar sus causas o formulando remedios para vencerla. Preguntas y alegaciones semejantes llenan las páginas de periódicos de las más diversas líneas editoriales. En tiempos de elecciones, políticos provenientes de todas las orillas prometen ser quienes finalmente erradicarán la polarización y reunificarán a su patria. No cabe duda: la guerra contra la polarización está declarada. Pero me temo que se la hemos declarado al enemigo equivocado.
La polarización es, en líneas generales, un fenómeno que se refiere a la división de una sociedad en diversos polos. Pero las sociedades no juzgan las cosas como buenas o malas en sí mismas, sino de acuerdo con qué tanto se parecen a los ideales a los que aspiran. Así nos es más fácil entender que la polarización ha sido satanizada —y no hay padre que le dé la confesión— precisamente por ir en contravía de ese ideal de sociedad unificada al que tanto aspiramos. Pero es con esta aspiración que cometimos el primer error. Creímos que en la unificación estaría el paraíso, pero resultó siendo, más bien, nuestro pecado original.
Bien conocida es la afirmación de Aristóteles en la que sugiere que el ser humano es, por naturaleza, un animal político, en la medida en la que aspira a realizar sus ideales en comunidad. Pero, más bien, la política nace cuando las aspiraciones de una persona entran en conflicto con las de otra; cuando los anhelos de una se vuelven un obstáculo para los de otra. Es decir, no es al cooperar sino al diferir que el ser humano se convierte en un animal político. De manera que la política es, en realidad, la herramienta a través de la cual canalizamos nuestras diferencias. De nada serviría la política si todos aspiráramos a lo mismo. En el reino de la uniformidad, la política es pura acrobacia.
Las democracias se caracterizan no por la erradicación de la diferencia, sino por la institucionalización de los instrumentos por medio de los cuales se manifiesta.
Hay, además, algo de nostalgia monárquica en el ideal de la unificación. Durante siglos, la unificación absoluta de las sociedades —ya fuera alrededor del monarca, del cuerpo de Cristo o del estado nación— fue el factor que primó. Por eso, no es la unificación el valor que las democracias fueron llamadas a proteger, sino la diferencia. Y la polarización no es más que la articulación de la diferencia. Más precisamente, es la organización social en distintos grupos alrededor de una serie de diferencias.
Bien nos recuerda Claude Leforte que las democracias se caracterizan no por la erradicación de la diferencia, sino por la institucionalización de los instrumentos por medio de los cuales se manifiesta. Es decir, la promesa primaria de las democracias —la cual no se ha cumplido del todo— es la resolución de los conflictos a través de mecanismos institucionales como las urnas, en lugar de guerras civiles o golpes de estado. La democracia, por lo tanto, es el remplazo de la ley del más fuerte por el imperio de la ley. Así que en lo que debemos empeñar nuestros esfuerzos no es en erradicar la polarización, sino en profundizar los mecanismos institucionales a través de los cuales se expresa.
El mandato de la unificación es, a la vez, la supresión de la discordancia. No es en vano que la polarización no esté entre los problemas prioritarios en países como Rusia y China. Al fin y al cabo, de lo que se trataron los totalitarismos del siglo XX fue de la unificación forzada. Unificación o plomo. Y es que cuando pedimos a gritos la unificación decimos, entre dientes, que la queremos, pero alrededor de nuestros valores. Es por eso que cuando un grupo social entra en conflicto con los valores dominantes de una sociedad se la acusa de polarizante y de atentar contra la unión. La unificación más que erradicar la diferencia la convierte en aberrante. El problema, por lo tanto, reside no en el que estemos divididos, sino en el pretender que tenemos que estar unidos.
SANTIAGO VARGAS ACEBEDO