Nos recuerda Habermas —uno de esos autores que tanto le gusta citar al presidente Petro— que fue en el siglo XVIII cuando los periódicos dejaron de dedicarse exclusivamente a publicar notificaciones y se convirtieron en puntas de lanza de los partidos políticos. Fue entonces cuando la prensa asumió una de las funciones primordiales que hasta el día de hoy ejerce: la de influir sobre la opinión pública. Desde entonces, el periodismo nunca ha dejado de estar entrelazado con la defensa de posturas políticas y morales específicas. Y no puede ser de otro modo. Pero, por estos tiempos, se le exige cada vez más al periodismo algo que no solo peca de atrevimiento, sino sobre todo de imposibilidad: la objetividad.
El dilema entre la objetividad y la subjetividad es de vieja data. Marcó, en parte, la historia de la filosofía hasta que Kant lo dio por saldado. En lo que al periodismo respecta, la objetividad se refiere a informar sobre la realidad sin la influencia de opiniones personales. Pero informar, como toda actividad mediada por el lenguaje, consiste en interpretar, lo cual no es otra cosa más que darle sentido a la realidad por medio de nuestra propia subjetividad. No es que los hechos en sí mismos no existan, sino que, al comunicarlos, lo hacemos según nuestros puntos de vista y, sobre todo, bajo la influencia de nuestro propio contexto.
Al reclamar la objetividad a la hora de informar lo que en realidad se hace es asumir que las posiciones propias son tan irrefutablemente verdaderas que no están mediadas por la subjetividad.
Y para dar fe de esto basta con echarle un vistazo a la forma en la que todo artículo de prensa, de los mejores a los peores medios de comunicación alrededor del mundo, retratan a ciertos tipos de personajes como héroes, otros como villanos y otros como víctimas, ciertos sectores políticos como moderados y otros como radicales o ciertos movimientos sociales como emancipadores mientras que otros como extremistas, para nombrar algunos ejemplos. Más aún, es imposible que las posiciones políticas de cada medio de comunicación no salgan a flote la hora de darle a una historia más visibilidad que a otras, al enfocarse en este y no en aquel ángulo de una historia o al celebrar este acontecimiento como un gran triunfo y lamentar aquel otro como una derrota. Y esto sin mencionar los hechos que se catalogan como “explosivos”, “históricos”, “inéditos”, “insólitos” y, en general, el uso de cualquier adjetivo o adverbio. Incluso al recolectar o comunicar cifras se parte de antemano de una posición moral y política, en la medida en la que se privilegian unos actores y hechos sobre otros y, sobre todo, una forma específica de narrarlas y darles sentido.
Pero pretender encaminar al periodismo hacia la objetividad, más que una tarea imposible, es ante todo indeseable. Al reclamar la objetividad a la hora de informar lo que en realidad se hace es asumir que las posiciones propias son tan irrefutablemente verdaderas que no están mediadas por la subjetividad. Esta, más no la subjetividad, es la adversidad a la que el periodismo ha de hacerle frente.
Y que la objetividad sea, para el periodismo, un destino tan inalcanzable como el Edén para los pecadores no quiere decir, por supuesto, que el oficio esté destinado a las arengas entre distintos sectores políticos. Que el arte y la poesía estén impregnados de subjetividad no les pone freno, sino que los enaltece a la hora de ayudarnos a entender el mundo que habitamos.
A sabiendas de que el camino hacia la objetividad es eterno y amargo, Max Weber, a finales del siglo pasado, planteó que quienes se dedican a investigar la sociedad no debería esconder, sino, al contrario, hacer explicitas sus posiciones. Esto no restringe, sino que fortalece la construcción del conocimiento en la medida en la que hace visible la posición desde la cual se expresa. Las ciencias sociales ya empezaron a caminar en está dirección y ya es hora de que también lo haga el mejor oficio del mundo, como bien bautizó alguna vez García Márquez al periodismo.