A principios de los noventa, el centro político cogió fuerza, prometiendo ser una alternativa diferente a los dos bloques ideológicos que protagonizaron la Guerra Fría. Pero, con el pasar de los años, tanto la izquierda como la derecha se ‘reinventaron’, se moderaron y aprendieron a operar en el interior de las democracias y del libre mercado. Con esto, el centro perdió territorio ideológico y, desde entonces, nunca ha logrado venderse a sí mismo como algo distinto a lo que no es. Ha sido muy hábil a la hora de decirnos lo que no representa, pero nunca ha podido decirnos lo que sí representa. Si Hamlet fuera de centro diría: no ser para ser. Y Descartes diría: no existo, luego existo.
Como prueba de esto, basta recordar algunas de las respuestas que los proyectos de centro usan para definirse a sí mismos: estamos alejados de los extremos, alejados de la polarización, alejados de la rabia y del miedo… alejados de todo, pero próximos a nada; vecinos de todos lados, pero habitantes de ninguna parte.
La estrategia del centro –no ser para ser– quizás funcione en un performance de una galería de arte en el barrio San Felipe, pero no en la política; aquel sangriento pero apasionante ring de boxeo donde, ante todo, se exigen respuestas. Y, el centro nunca ha logrado responder de manera unificada y contundente a las preguntas de los ciudadanos, para así poder construirse a sí mismo como una ideología política. Los ciudadanos preguntan: ¿cambio o continuismo? ¿Más o menos aranceles? ¿Más o menos Estado? ¿Subsidiar oferta o demanda en la educación y la salud? ¿Es la familia la base de la sociedad o un legado más de arcaicos patriarcas? ¿Más castigos o más oportunidades? El centro siempre responde lo mismo: sí pero no, una respuesta que se aniquila a sí misma, y termina por arrastrar al centro a un silencioso vacío retórico.
En Colombia, la estrategia del centro nunca le permitirá gobernar, pero sí tendrá la última palabra en la cada vez más apretada batalla entre la izquierda y la derecha.
Pero, en la política, los vacíos retóricos son maleables; tan maleables que se pueden ajustar a cualquier punto de vista. Por eso es que, en la actualidad, el centro se ha convertido no en una alternativa distinta a la izquierda y a la derecha, sino tan solo en aquello que termina por inclinar la balanza hacia alguno de los dos lados. El centro no es un proyecto político con vocación de poder, sino es quien le abre la puerta a la izquierda o a la derecha para que sean estos quien lo asuman.
En el Reino Unido, por ejemplo, el partido de centro, los demócratas liberales, no han sido más que una marioneta de la coalición conservadora para trancar el regreso de los laboristas al poder. En Alemania, el partido verde y los liberales pasan de coaliciones de izquierda a coaliciones de derecha como monedas de poco valor y alta circulación. En Estados Unidos, el centro, en cabeza de senadores demócratas como Joe Manchin, no cumple otra función distinta a la de entorpecer los proyectos de su propio partido. De no ser por el centro, Biden habría podido convertir al Estados Unidos pospandémico en el estado de bienestar más ambicioso desde el New Deal de Roosevelt.
En Colombia, la estrategia del centro nunca le permitirá gobernar, pero sí tendrá la última palabra en la cada vez más apretada batalla entre la izquierda y la derecha. No hay nadie que actualmente represente la naturaleza del centro mejor que César Gaviria, una cenicienta descalza esperando a ver si este año se pone Crocs o Ferragamo. Otras cenicientas centristas como Rodrigo Lara y Carlos Negret ya se pusieron un par de Crocs del continuismo.
El lugar de personas tan valiosas para la política nacional como Sergio Fajardo, Alejandro Gaviria y Humberto de la Calle reside no en el centro, sino en la lucha por redelimitar el significado de una nueva izquierda. Solo así dejarán de ser cenicientas descalzas para convertirse en cenicientas insurrectas y derrocar, de una vez por todas, la tiranía del príncipe.
SANTIAGO VARGAS