Cuando llegué a Bogotá por primera vez, las dos situaciones que más me impresionaron fueron las bandas de gamines que correteaban escabulléndose por las calles céntricas, cometiendo fechorías, y el infierno de la carrera 10.ª, plagada de buses de todo tipo y años de antigüedad.
Los gamines, como les decían, me recordaron los famosos scugnizzi de mi ciudad, Nápoles. Parecían los mismos desgraciados habitantes de la calle que pedían limosna y cometían pequeños robos y atracos y dormían en los aleros o las alcantarillas acurrucados, casi uno encima de otro para mantener un calor que solo emanaba de la montonera de sus cuerpos macilentos.
Eran todos víctimas de una de las drogas más baratas y más letales: todos aspiraban de unas botellas llenas de pegante Bostik que los trababa y les destruía los pulmones y las neuronas. Para ellos también hubo un ángel: un viejo sacerdote italiano salesiano, nacido en Bari, que con su programa Bosconia salvaría de las calles a más de 80.000 niños y niñas, aunque unos burócratas sin corazón ni hígado lo relevaron de su cargo por haber cumplido los ochenta años.
Su obra fue práctica, y muchos de los niños se volvieron profesionales; un verdadero santo contemporáneo, como lo definió Gustavo Castro Caycedo en el obituario que escribió el día de su muerte. Pero su obra no resolvió el problema de los ‘desechables’, que, sin continuidad, sin interés de los gobiernos, se multiplicaron hasta ocupar una calle entera del centro de Bogotá que vio crecer a pocos pasos del palacio presidencial un infierno donde se cometían los delitos más atroces, donde el tráfico de drogas, el asesinato, el secuestro, la violación de menores, la prostitución estaban a la vista de todo el mundo, que fingía no ver esta vergüenza.
Y cuando otro ángel, de nombre Enrique, apareció y con las fuerzas del orden clausuró el tristemente famoso ‘Cartucho’, muchos ciudadanos lo atacaron y, en lugar de apoyarlo en esta obra de misericordia, lo acusaron y lo amenazaron con revocar su mandato. Y entonces, con la ayuda de una mujer de armas tomar, mi amiga Mónica, y un grupo de ciudadanas de bien se creó una legión de Ángeles Azules que recorren la ciudad acercándose a los ‘olvidados’, tratando de reconducirlos por las vías del bien, comenzando por la higiene personal, una buena dormida, buena alimentación, hasta reunirlos con sus familias. Qué fácil es criticar sin actuar. Mi abuelo decía que el infierno está pavimentado de buenas intenciones.
SALVO BASILE