No sé qué tan esperanzador sea esto, pero la paz no es un valle al que llegaremos un día, sino que es una lengua. En términos prácticos, de diccionario, es lo contrario al insomnio y a la guerra. En el fondo del fondo, sin embargo, es más medio que fin: una forma de ser, un modo de encontrarse, una vocación al duelo propio y al ajeno y al de todos –a la catarsis que es la digestión del horror– que da como resultado una cultura. Tomemos, como ejemplo, esta semana. Se habló la lengua de la paz cuando la JEP abrió el macrocaso de la violencia de género, cuando la UBPD mostró los hornos que usaron los paramilitares para desaparecer hijos, cuando el ministro Velásquez dijo “pedimos perdón por estos crímenes que nos avergüenzan ante el mundo” enfrente de las enormes madres de Soacha.
El horizonte es el infierno: nuestra rutina invisible es esta barbarie diaria oficiada por mercenarios –125 líderes sociales asesinados, 65 masacres y 29 firmantes del acuerdo exterminados este año, según Indepaz, por pararse en el camino de los explotadores armados que ya había en La vorágine–, pero el martes, por ejemplo, vi a la artista Erika Diettes exponiéndole a la JEP su obra para “los dolientes”, al dramaturgo Fabio Rubiano comparando el bien del tribunal de paz con el bien del teatro, a la actriz Diana Ángel cantándoles Te vi partir a las madres de los “falsos positivos”, al músico César López repitiéndonos esa canción suya, En su nombre, que es un devastador llamado a lista al que el público responde “¡no está!: ¡lo mataron!” una y otra vez, y me parecieron guardianes de esa cultura antibélica hecha acá.
La paz sabe que el conflicto viene con la vida, pero que resolverlo con armas, en vez de con ficciones, es la derrota de lo humano.
Sus ancestros son los viejos que lograron el Frente Nacional, los líderes sociales que nadie ve, los estudiantes que marcharon contra los tiranos camuflados en la democracia, los investigadores con alma de jesuitas que se les plantaron a la Violencia y al Estatuto de Seguridad y a la trama del Palacio de Justicia, los excombatientes, los constituyentes de 1991, los negociadores del fin de la guerra que han reclamado la cordura desde 1982 hasta 2023, las voces del Centro de Memoria Histórica de la década pasada, los indignados que acamparon en la Plaza de Bolívar cuando el “no” le ganó al “sí” en el plebiscito del bisiesto, la gente de La Paz Querida, la gente de Defendamos la Paz, los de la UBPD y la JEP y la Comisión de la Verdad, pero también los periodistas, los historiadores, los creadores de ficciones que tanto nos han dicho –en esa lengua que tiene fe en el interlocutor– que hay que parar, y sumarse al duelo, y dejar de servirle a la violencia, y negarse a enriquecerse entre el horror.
La paz es una lengua. Una forma de llegar e irse: “Salam”, “shalom”, “la paz sea contigo”. Sabe que el conflicto viene con la vida, pero que resolverlo con armas, en vez de con ficciones, es la derrota de lo humano. La paz es arruinada por los negacionistas que sabotean los acuerdos como ese recogebolas enajenado que evitó el gol de la victoria en la última jugada del partido. La paz da monólogos tan bellos como el de aquella madre de Soacha, Luz Marina Bernal, que parte de los objetos de “el niño en cuerpo de hombre” que se le llevaron el 8 de enero de 2008. Da cartas tan hondas como las que el exministro Cristo le escribe año tras año al padre que le asesinaron o las que el gobernador Gaviria le envía todo el tiempo al hermano que le mataron por insistir en la “noviolencia”.
La RAE no la reconoce, pero hay que “agregar al diccionario” de Word, que es una mente, esa palabra: “Noviolencia”. Hay que investigar, narrar, legislar, hallar justicia, gobernar bien para estar a la altura de las madres de Soacha. Hay que ser muy ruin para seguir jodiendo a Colombia.
RICARDO SILVA ROMERO