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Colombia puede y debe darles a los demás países el relato de su paz y de su defensa de la Tierra.

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Ser colombiano ha sido negarlo. Si a ciertas voces aún les suena justo preguntarle si “usted habla inglés” a la nueva embajadora ante la ONU, ni más ni menos que la líder social arhuaca Leonor Zalabata Torres, que ha dado la vida por su Sierra Nevada, es porque cumplimos siglos de tratar de parecernos a los otros. Nuestra “solución” a la diversidad, que ha sido “solución”, claro, pues para los fanáticos cualquier pluralidad es un problema, no ha sido reconocernos, sino uniformarnos, blanquearnos a morir. Ha sido más violento que ridículo. Ha empujado a despreciar lo propio, a preferir la gerencia a la política y a asumir que el simbolismo es pura carreta. Hace veinte años lo miraban a uno de reojo –como preguntándose “y a este quién lo va a entender afuera”– si escribía en bogotano: “costumbrismo” era un insulto en ese entonces.
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Se ha visto y vuelto a ver, en estas tierras, más pacificación que pacifismo, más caridad que solidaridad, más patrioterismo que patriotismo, es decir, más “ay, qué orgulloso me siento de ser un buen colombiano” que reconocimiento político, porque el complejo de superioridad suele ser un remedio a la sospecha de la inferioridad. En honor a la verdad, también hemos tenido gente que no se ha sentido por encima ni por debajo del mundo, y ha pegado el Grito vagabundo y ha pintado Violencia y ha hecho Don Chinche, pero solo aquí se ha dado esta paradójica pasión, semejante a la idolatría, por ciertos ciudadanos que podríamos llamar “colombianos a pesar de Colombia”: los deportistas, los artistas, los científicos que han sobrevivido por muy poco, usualmente allá lejos, a tanta mezquindad, a tanta envidia.
Hemos sido y somos mil y uno: desde encorbatados genéricos hasta indígenas negados a sangre y fuego.
Habría que sentarse a hablar, quizás, de “disociación”. Pues luego de décadas y décadas de conflicto armado interno, de décadas y décadas de construir entre la guerra, podría decirse que ha habido aquí un nacionalismo fatal que no solo nos ha hecho narrarnos a nosotros mismos desde el exotismo que suele ser el vicio de los extranjeros, sino que –en un macabra parodia de la famosa frase del general Patton– se ha tomado como un gesto de lealtad a la patria aquello de “conseguir que otro desgraciado muera por su Colombia antes de que consiga que usted muera por la suya”. Si algo ha sido importante de los nombramientos del gobierno que está por empezar, más allá de que unos pocos de ellos, malcriados por las redes, anden por ahí hablando de más, es que nos sacan de ese distanciamiento terrible: nos acercan a la realidad.
Si se quiere ser de aquí y vivir aquí, baste escuchar, en las estremecedoras audiencias de la JEP en Valledupar, cómo una niña wiwa de 13 años llamada Noemí Pacheco –que tenía, además, dos meses de embarazo– fue doblegada, torturada, asesinada y disfrazada de guerrillera por soldados del Batallón La Popa: “La mataron por sus partes íntimas y el tiro se le regó por dentro”, contó su hermana cara a cara con sus verdugos. Si uno les suma ese testimonio dolido a los esperanzadores nombramientos de la semana, la abogada embera Patricia Tobón en la Unidad de Víctimas, el sociólogo nasa Giovani Yule en la Unidad de Restitución y la defensora arhuaca Leonor Zalabata en la ONU, entiende que Colombia puede y debe darles a los demás países de este siglo el relato de su paz y de su defensa de la Tierra.
Hemos sido y somos mil y uno: desde encorbatados genéricos hasta indígenas negados a sangre y fuego. Y, luego de años de ser representados por las mismas caras, luego de años de acostumbrarnos a ser aquel país tan peligroso para los ambientalistas y los niños, y de resignarnos a que nuestras plantas fueran reducidas a drogas y nuestros ríos a camposantos, tenemos la responsabilidad de contarle al mundo una redención.
RICARDO SILVA ROMERO

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