Nadie se fija en estas cifras si no le llevan la cuenta de la angustia. Estos números nunca pasan del segundo plano al primero, jamás van del paisaje al estómago, si no nos involucran, si no nos implican. Pero aquí están, por si acaso, los indicadores de la jornada: el dólar baja a $ 3.750,00, se espera que el tiempo de hoy llegue a los 19 ºC con tormentas dispersas y se reportan 610 colombianos muertos con covid a 610 familias desoladas. Y no hay que ser un hastiado crítico del Gobierno para agregar que, luego de quince meses de geles, tapabocas, puñitos y Prevención y acción, nuestras malas estadísticas de la peste compiten con las de países enormes, la vacunación va al paso de la mediocridad justo cuando la reapertura va al ritmo de los negocios, y “las autoridades” entre comillas no solo se encogen de hombros, “sálvese quien pueda”, sino que, cada vez más lejos de la ciencia, osan echarle la culpa del desastre a las protestas.
Pregúnteles a nuestros médicos, abandonados a sus suertes, endeudados e insomnes, cómo se han sentido en estos sanatorios espeluznantes con el 300 % de ocupación, qué pasa cuando no alcanzan los respiradores ni hay suficientes especialistas para operarlos, por qué no se previó la gravísima escasez de sedantes y analgésicos y oxígeno que ha sido un hecho, y cuántas veces al día piensan en retirarse de la profesión con la vocación maltrecha porque –en el pico del pico de la pandemia– solo les queda aplicarles el “protocolo ético de fin de vida” a los pacientes que se van apilando en las ucis: “La muerte desgasta por más que estemos acostumbrados”, le dijo a EL TIEMPO el doctor Parra Mancipe, del hospital de El Tunal, al principio de este mes, pero eso mismo me repetía el intensivista Óscar Pastrana hace un poco más de un año.
Pastrana, que según Medicina Legal murió en diciembre por “uso excesivo del fentanilo”, andaba embrujado por sus experiencias con las almas de los cuerpos, repetía que el virus había invadido el país para describir un sistema de salud hecho de corajes e improvisaciones, y denunciaba a mil por hora esos negocios sórdidos con fachadas de clínicas a los que van a dar tantos colombianos que prefieren curar que prevenir, pero sobre todo quería que su historia –que conté en otra columna– demostrara que la muerte se ha reducido a “indicador de hoy” acá en Colombia. Quizás sea el déficit de atención de una sociedad traumatizada. Tal vez sea la negación propia de un país paranoico, desdoblado, que teme enloquecer del todo cuando comprenda las cifras de su horror. Pero aquí se repite “van 106.544 muertos por covid” como si no hubiera alternativa.
Y, a no ser que sigamos anhelando la debacle, tendrá de llegar el día en el cual la respuesta a todos nuestros interrogantes no sea “es que estamos en Colombia”.
Una vez más la solución es uno mismo: la ciudadanía. Hay que criticar sin treguas a los supuestos protagonistas de nuestra política, peritos en campañas presidenciales que no tienen la menor idea de gobernar, duques que ponen entre comillas este estallido social, pero también hay que fijarse en los líderes que en todos los rincones de todas las regiones están transformando el país de la caridad por el país de la solidaridad. Sufrí los trancones de siempre la tarde en la que me pusieron la primera dosis de la vacuna –yo, por estos días de obituarios de gente cercana, no pongo afuera ni el pie izquierdo, pero fui a un puesto de salud el segundo día que podía ir alguien de 45 años porque tengo una esposa, un par de hijos, una mamá y una novela que va por la mitad– y me pareció evidente que aún dependemos de creer en vacunaciones, aforos, tapabocas, teletrabajos e igualdades, pero todavía estamos en Colombia.
Ricardo Silva Romero
www.ricardosilvaromero.com