Viene la CIDH, por fin, por la avenida que hizo la vieja dictadura. El Gobierno no quería que se estudiara el documentado desmadre que niega y que él mismo echó a andar en el peor pico de la pandemia, pero, ya que una democracia tiene que serlo, parecerlo y probarlo, se vio obligado a pedirle a la CIDH –la Comisión Interamericana de Derechos Humanos– esta visita que ha sido recibida como un ejército de paz por cientos de manifestantes con la angustia al cuello en la avenida de El Dorado: ‘¿Dónde están las personas desaparecidas?’, se lee en una pancarta blanquísima que no solo denuncia la represión campal del último mes, sino este país en el que en medio siglo, según registros de su propia Fiscalía, se ha desaparecido a 84.330 adultos y a 9.964 niños: y esa es y ha sido su medida.
Viene la CIDH por la 26 de siempre a repasar los abusos estatales de este mes que aún no termina, pero no porque sea una oficina de comunistas que niegan las demás violencias –en Nicaragua y en Venezuela, dicho sea de paso, piensan que es una oficina de fascistas–, sino porque es el Estado el que negocia y firma y promete cumplir las convenciones de derechos humanos. Sabe, la CIDH, que nuestro Centro Nacional de Memoria Histórica –cuando aún lo era– alcanzó a presentar un aplastante informe sobre el inframundo de la desaparición forzada por parte de ejércitos legales e ilegales en 1.010 de los 1.115 municipios del país de 1970 en adelante. Sabe que para dar con la escalofriante cifra de las víctimas hay que multiplicar a los desaparecidos por sus familiares.
Ojalá sepa la súplica de la madre de La Siempreviva: “¡Julieta no ha muerto!”. Ojalá conozca el susurro de la madre de la masacre de Trujillo: “Yo me ponía a gritar”, “lo veía bregando en medio de esas eras de café”, “quién sabe cómo fue su muerte”, “mi hijo era tan joven”, “en dieciocho años todavía tienen que existir los huesos, ¿cierto?”. Pero mientras remonta una avenida hecha para salir de aquí –de este país en el que los empresarios proponen las salidas que no proponen los gobernantes, los narcos reinan entre la prohibición, los políticos juegan con las curules de las víctimas y las reformas de la justicia y los puestos de la Procuraduría, y los médicos se quieren morir ante el sálvese quien pueda de la peste– es de esperar que la CIDH note que ha llegado a una democracia con más desaparecidos que las dictaduras.
Cuando yo era niño se repetía que era increíble que esta sociedad no estallara. Mi papá decía “esto es de nunca acabar”. Mi mamá agregaba “hasta que la gente no aguante más”. Se evitaba a toda costa ser cómplice del estado de sitio: se insistía en la verdad, se defendían con las uñas las vocaciones, se redoblaba la vida privada, se reemplazaba el Estado por la familia, se desobedecía la violencia. Pero, a pesar de los esfuerzos de ciertos gobiernos liberales que entendieron que había que echar para atrás la tradición perversa de delegarles el conflicto a las Fuerzas Armadas –y se jugaron la vida por pactos de paz–, seguía desapareciéndose a los prójimos y rompiéndose a sus deudos, y era peor que la muerte porque la muerte al menos iba a dar al duelo.
Dónde están las personas desaparecidas. Con qué cara puede insistirse hoy, cuando las cifras se acercan a cien mil, y se habla de cientos en estos días de protestas, y se ve trabajar a la Unidad de Búsqueda por este mapa lleno de fosas sin losas, en que no se dice “represión”, ni se dice “sistemático”.
Habrá que izar la ropa de los que no volvieron, colgarla en tendederos en los separadores de El Dorado mientras pasa la CIDH, para que no solo sepamos, sino que entendamos que Colombia ha sido tierra de ausentes que no tuvieron vida ni tuvieron funeral.
Ricardo Silva Romero
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