Cualquiera que viera la gritería de esta semana –un amasijo de trinaderas e incendios– diría que a este país solo le queda meterle más guerra a la guerra. Colombia se vuelve Colombia mientras la mayoría duerme: de madrugada, cuando las bandas criminales rondan a sus víctimas en los parajes del conflicto armado y en las ciudades solo trinan los pájaros que no extrañan a nadie, esta no es la tierra de las opiniones altisonantes, ni de las malas noticias “en desarrollo”, sino del cogobierno con las tropas mafiosas y de las batallas perdidas contra las drogas. La solución es la paz. Lo pragmático es la paz. Pero, azuzados por titulares como “El milagro Bukele” o “Colombia va mal”, avivados por rumores como “desbandada en el ejército” o “fiasco del Gobierno en el Caguán”, cada día más y más ciudadanos amanecen listos a pedir “mano dura”. Otra vez.
Hace poco leí una entrevista premonitoria, publicada por EL TIEMPO el lunes 22 de febrero de 1988, en la que el procurador Gutiérrez Márquez pide sin pelos en la lengua el fin de la lucha contra las drogas: “Estamos haciendo el oso”, dice, “los delitos económicos se han combatido legalizándolos y permitiendo que el Estado participe en los beneficios”. Tenía 61 años. Había reemplazado en el cargo a un exalumno suyo, el procurador Hoyos, asesinado con sevicia por los extraditables. Pronto renunciaría porque la finca de su hermano quedaba al lado, para mal y para mal, de la Hacienda Nápoles. Pero en esa entrevista del 88 alcanzó a decir que la solución a esta guerra perdida no era el prohibicionismo, ni la mano dura, sino la negociación “sin rasgarnos las vestiduras”.
Ha habido golpes de paz en estos tiempos que siguieron: la Constitución de 1991, el acuerdo a pulso del Teatro Colón, la elección milagrosa de un gobierno de izquierda. Y, sin embargo, de conteo de cuerpos en conteo de cuerpos, de bombardeos en bombardeos, de saboteos en saboteos, de mano dura en mano dura, no hay puerto ni corredor ni frontera colombiana que hoy no sea una pesadilla. Y los derechizados de las redes, agrestes y bukélicos, desayunan con nostalgia por los ejércitos de vengadores que jamás se fueron; olvidan que aquí ya hubo presidentes rodeados tanto de estandartes como de cifras espeluznantes que aparecen después del entusiasmo; retuitean escudos colombianos, “Libertad y Orden”, en nombre de un tiempo en el que había orden para ejercer la libertad de “ir a las fincas”.
Va a requerir paciencia, olfato e ingenio porque estos clanes de narcos no viven en un país sino en un negocio: en una multinacional que se sigue esparciendo.
Nadie las oye, ni las ve, pero en las madrugadas las víctimas no están pidiendo más guerra, sino más paz. Se cuentan 25 masacres hasta el pasado lunes 21 de marzo de 2023. Se habla de 30 líderes sociales y de 4 firmantes del pacto de paz con las Farc asesinados en lo poco que va de este año que ya ha enloquecido a tantos. Pero no van a ser los déspotas providenciales que conocimos de memoria, ni los políticos aficionados a soltar los perros bravos desde niños –“¡Cuidadito, Chiquito Malo!”, gritó uno–, los que van a dar con tierras de nadie en donde podamos ponernos de acuerdo en no matarnos. No va a ser el autoritarismo que embruja mientras llega a la puerta de la casa, sino aquella autoridad que lleva adentro la vocación a los acuerdos de paz lo que va a conseguir desactivar las muchas bombas de esta guerra.
Va a ser otra odisea. Va a requerir paciencia, olfato e ingenio porque estos clanes de narcos no viven en un país sino en un negocio: en una multinacional que se sigue esparciendo. Va a requerir grandeza porque ni el centro ni la izquierda pueden contener solas a la ultraderecha.
Pero también talento para convencer a esta sociedad de que seguiremos haciendo el oso –e iremos de abismo en abismo– si continuamos eligiendo el camino corto de estos pequeños tiranos.
RICARDO SILVA ROMERO